Ese ojo de la cara
Si alguien nace infinitamente sabio, ¿deberíamos alabarlo por su sabiduría? ¿Hay algún mérito personal en los atributos con los que nacemos? Probablemente no. Por el contrario, los verdaderos sabios -dicen los filósofos-, se forjan con esfuerzo y sacrificio. Una estrategia que, lamentablemente, se está perdiendo en la Argentina. De hecho, el alarmante facilismo que se impone en las aulas tucumanas ha llevado incluso a modificar la metodología de enseñanza para lograr la “inclusión” de una gran porción de chicos que antes permanecía fuera del sistema educativo. Una medida positiva, por cierto, pero que está impactando directamente en la calidad educativa. Lo dicen las mismas docentes: existe un discurso no escrito, pero sí verbal en la práctica, de contener a los chicos en la escuela a como dé lugar. Esto, por supuesto, obliga a nivelar hacia abajo para evitar la deserción y sólo consigue complicar aún más la crisis de la educación. De hecho, en los diversos congresos que se realizaron en Tucumán, el tema de la calidad educativa estuvo presente como eje primordial. Pero se avanza a la manera del cangrejo: de costado y a veces retrocediendo. En realidad, la sociedad actual está convencida de que para educar a niños y jóvenes basta con exponerlos a la realidad que los rodea porque considera que en ella reside lo valioso. Es decir que la “educación informal” del pasado ocupa hoy el lugar central, dejando a la escuela la tarea de certificar la educación, independientemente de que ésta se haya o no recibido. “Una suerte de ventanilla emisora de constancias”, según señala Guillermo Jaim Etcheverry, autor de “La tragedia educativa”. “Vivimos en una sociedad hedonista y de valores individuales, que elude los esfuerzos. Y la tecnología favorece eso. Ahora no leemos un artículo de 400 páginas; lo guardamos en la notebook. Eso crea una ilusión de conocimiento que no es auténtico”, agrega. Los problemas aparecen cuando los jóvenes y sus padres advierten que la escuela o el colegio intentan lograr que el alumno aprenda algo a cambio de esa certificación. Es entonces cuando surge la resistencia. Los chicos (no la totalidad, pero sí la gran mayoría) ya no quieren esforzarse en aprender; no respetan las normas básicas y los padres, colgados del discurso tácito de las autoridades de promover a los alumnos como sea, exigen que sus hijos pasen de curso como cualquier hijo de vecino. Por eso, en las aulas se respira tensión, como lo reconocen las maestras, muchas de ellas docentes de carrera, que ya no soportan la presión y hasta consideran que su profesión es de alto riesgo.

Antes, cuando algo nos resultaba especialmente difícil de conseguir, decíamos que nos había costado “un ojo de la cara”. Esta frase, reducida hoy a simple mercantilismo, tuvo en la antigüedad un significado mucho más espiritual ya que se remonta a la mitología nórdica. En rigor, perder un ojo de la cara para conseguir algo trascendente es lo que le pasó a Odín, padre de todos los dioses y señor de Asgard. El cine lo retrató torpemente bajo la piel del enorme Anthony Hopkins. Pero, para los nórdicos de épocas remotas, Odín era el ser más sabio del universo. Y su historia viene como anillo al dedo para ilustrar la idea de que el esfuerzo es el padre de toda sabiduría.

Cuentan los dignos de fe que, un día como cualquier otro, Odín fue a buscar a sus hermanos por las praderas de Asgard. Sin embargo, pasaron las horas y la búsqueda no dio sus frutos. Acongojado, Odín se dirigió al territorio de su amigo Mimer, guardián de una fuente prodigiosa cuyas aguas concentraban toda la sabiduría del universo. Al llegar a la fuente Odín increpó a Mimer para que le permitiese beber un sorbo del agua milagrosa y así ubicar a sus hermanos. Pero Mimer se negó, aludiendo que la sabiduría no era un don que se podía tomar a la ligera. Atónito por la respuesta Odín murmuró para si mismo: “daría un ojo por un sorbo”. Entonces Mimer, que había escuchado su murmullo, aceptó el trato. Odín, sin titubear, se arrancó uno de los ojos, lo arrojó a la fuente y bebió con desesperación. Así se volvió el ser más sabio del universo.

¿Cuál es la moraleja? Pues que a veces, por más que nos duela y nos cueste, debemos sacrificar algunas cosas para ganar algo aun mejor. Odín no nació sabio; ganó su erudición con esfuerzo y sacrificio. Y, por eso mismo, se erigió como señor de dioses y hombres. Detengámonos un minuto en esto y pensemos el tema en nuestros términos. ¿Hay, entonces, algún mérito en aprender sin reglas ni exigencias? ¿Es justo pasar de grado sin tener el nivel adecuado? ¿Es válido llegar a la meta sin que nos haya costado “un ojo de la cara”?

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