Vivir entre gigantes de cemento

Vivir entre gigantes de cemento

En medio del denso entramado de la capital, donde cada vez hay más edificios, todavía hay algunas casas que se mantienen de pie. Son vecinos que resisten las ofertas inmobiliarias. Aunque cambió su rutina no se quieren ir porque vivieron toda su vida en esas viviendas. Aquí los testimonios y anécdotas de ellos. Algunos se acostumbraron fácilmente; otros tuvieron que ir al psiquiatra.

RESISTE ENTRE MUROS. La casa de la familia Carrasco, en Buenos Aires al 600, quedó entre dos enormes torres. Los residentes perdieron el sol en la terraza y la privacidad en el jardín. LA GACETA / Fotos de Inés Quinteros Orio RESISTE ENTRE MUROS. La casa de la familia Carrasco, en Buenos Aires al 600, quedó entre dos enormes torres. Los residentes perdieron el sol en la terraza y la privacidad en el jardín. LA GACETA / Fotos de Inés Quinteros Orio
Son gigantes. Parece que van a alcanzar el cielo. Miran la ciudad desde lo alto. Hacen ruido. Tapan el sol. Cortan el viento. Y son imparables. Aparecen en cada cuadra del área central. Cada vez más gente los quiere. Impactan en la vida de los vecinos. Muchos, optan por despedirse, recibir el dinero que les ofrecen las inmobiliarias y ver cómo su casa se vuelve escombros. Otros, los menos, prefieren mantener su lugar, con algo menos de luz y con más “compañía”. Claro, los que resisten entre muros, tienen que soportar decenas de ventanas con nuevos habitantes que se convierten en extraños testigos de su cotidianeidad.

¿Pór qué insisten en permanecer en sus viviendas los que quedaron atrapados entre dos edificios? El barrio ya no es el mismo. Pero ellos hacen oídos sordos a las ofertas. Vivieron toda su vida en esas casas y se aferran al pasado. Estos son los testimonios de vecinos que no se tientan ni renuncian aunque sus rutinas se hayan transformado con el espectacular crecimiento de las torres en la capital tucumana.

¡Hay un albañil en el vestidor!

Chacabuco al 600. A mitad de cuadra está la casa de Marta Franceschetti. Es una vivienda moderna, de dos pisos, ladrillo a la vista. Tiene fondo con césped, quincho y pileta. Hasta hace unos años, en esa zona, frente a la plaza San Martín, las residencias eran parecidas. Hoy su hogar de barrio sur quedó encajonado por dos edificios.

Nada es lo que era, dice la mujer, de 75 años. Es jubilada y se quedó sola después de que sus cuatro hijas se casaron. “Aquí al lado había una casita hermosa, antigua pero muy linda. Un día el dueño se quedó solo y decidió vender”, recuerda. Ese fue el inicio de los paredones. “Cuando empezaron a levantar el edificio se destruyó la otra vivienda que estaba al lado. A los dueños no les quedó otra que venderle a la empresa constructora. Entonces, la torre fue mucho más grande de lo que estaba planeado”, detalla.

Cuando levantaron la primera “mole” (así lo llama ella) a un lado de su vivienda comenzó la pesadilla de Marta. “Primero se rajaban las paredes. Tuve que cambiar todo el comedor de casa. Lo peor me pasó una mañana. Cuando me estaba despertando, sentí un tremendo golpe: se había abierto un agujero en una pared y un albañil pasó de largo y apareció en mi vestidor. Fue tremendo. En otra oportunidad, un obrero cayó a mi patio”, recuerda.

Díficil que pueda borrar de su rostro el ceño fruncido. Mientras las moles iban encorsetando su morada ella entró en un profundo estado de depresión. “El sol ya no entraba a mi casa. También perdí privacidad. Había un montón de ventanas y balcones con gente observando mi vida. Puse palmeras grandes para poder estar en la pileta más resguardada”, detalla.

“La única solución era vivir con los ojos tapados o ir al psiquiatra. Opté por la segunda opción, me lavé el cerebro y vivo sin mirar alrededor. Es una realidad que no puedo cambiar, la ciudad crece para arriba”, reflexiona, resignada.

Aunque recibió ofertas para vender su vivienda, ella no quiere saber nada. “No voy a encontrar un lugar lindo así; aquí crecieron mis hijas y viví los momentos más lindos de mi vida”, concluye.

Gallinas en el edificio de al lado

Moreno al 300, a tres cuadras de Tribunales. En esta cuadra sobreviven dos casitas antiguas, custodiadas por gigantescos paredones que parecen asfixiarlas. Precisamente así, asfixiado, se siente Tony Molteni, líder de Karma Sudaca. Hace 15 años vive en una de estas dos viviendas. Su pareja, María José, creció ahí y luego la recibió como herencia familiar.

“Los años que lleva en construcción el edificio de al lado fue una pesadilla para nosotros”, relata el músico. Recuerda: “el colmo fue una mañana, bien temprano. Me despertaron unos ruidos extraños. No eran las excavadoras, eran cantos de gallos. Salí a ver y me dí con que el cuidador de la obra había llevado animales”.

Lo que más le duele a Tony es haber perdido el sol en el patio de su casa. “Me quedó un rinconcito soleado”, precisa. “Cambió totalmente la temperatura de la casa; ahora es helada en invierno. Con frecuencia salimos a la calle súper abrigados y ahí nos damos cuenta que no hace tanto frío”, dice. “Otra cosa que padecemos es el tema de la basura. Los habitantes de un edificio suelen revolear basura o colillas de cigarrillo a nuestra casa. Aparte, perdimos la privacidad. Cada vez que salgo al fondo me saludan los albañiles. Estoy pensando seriamente en poner un toldo”, analiza.

Tentadoras ofertas para mudarse no le faltaron a Tony. “No hay chance. Esta es la casa de mi mujer de toda la vida. Con mucho sacrificio la arreglamos y cuando estábamos terminando comenzaron los problemas: filtraciones, rajaduras. Tendré que hacer el techo de nuevo; está todo agujereado de tantas cosas que caen”, finaliza.

Una platea para la pileta

Buenos Aires al 600. En esta cuadra siempre se destacó una linda casona blanca con balcones a la calle. En los últimos años, quedó perdida entre dos torres que se elevan cuatro o cinco veces más altas que la casa. Pero eso parece no afectarle a Santiago Carrasco, de 35 años. Nació y creció en esta vivienda y desde hace un tiempo tuvo que empezar a acostumbrarse a los cambios en la zona.

“Somos nueve hermanos. Hace un tiempo acá eran todas casas bajas; un hermoso barrio. Jugábamos en la vereda a la pelota o en la bicicleta hasta las 12 de la noche. Todos nos conocíamos, no había peligro. Eso se perdió con la llegada de los edificios”, resalta.

Lo que más sufrió en su vivienda, cuyo terreno tiene 70 metros de largo, es que ya no se puede disfrutar como antes del jardín y de la piscina. “Te imaginás que hay más de 50 ventanas. Los edificios son la platea de nuestro fondo. Yo hace tres o cuatro años que ni me meto en la pileta”, cuenta el joven. La otra pesadilla de los Carrasco fue cuando comenzó a levantar uno de los edificios: la casa se empezó a hundir. “Por suerte, el constructor es excelente y nos fue solucionando todos los problemas”, indica.

Lo que no tiene remedio es la sombra que invade la terraza de la vivienda, el lugar preferido de la familia durante años para disfrutar del sol cada mañana. “Y bueno, nos fuimos amoldando... no nos quedó otra. O sí, porque nos ofrecieron comprar la casa. Pero no queremos venderla. Tiene un valor sentimental incalculable”, concluye.

De la terraza a facebook

Jujuy al 500. Allí está el inmueble donde Fátima de Marchese crió a sus hijos. Su marido había heredado esa casa hace muchos años. Pero cuando los edificios empezaron a invadir la zona ella decidió que no quería soportar el martirio de las obras. Se fue a vivir a las afueras de la zona céntrica y en su vieja morada puso un salón de fiestas. Su hijo, en tanto, abrió un drugstore.

“Igual, no me liberé de la pesadilla de vivir pegada a los edificios. Aunque hubo ofertas, no quisimos vender porque en nuestra familia nos enseñaron a no deshacernos de las propiedades. Aquí la gente se va porque la vida se tornó insoportable. Las viviendas se rompen, los techos se llenan de basura y perdés privacidad. La otra noche mi hijo hizo una reunión en la terraza, les sacaron fotos desde los edificios y las subieron a Facebook. Los escracharon mal. Era un cumpleaños nada más. ¿Te parece que hay derecho a invadir de esa manera la intimidad?”, plantea.

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