Peregrinos en tierras de infieles
Sostienen los filósofos que el hombre es una perpetua víspera. Es decir: es lo que es, pero también lo que puede llegar a ser. Es, ante todo, una mezcla de realidad y porvenir. Y es justamente esta mezcla la que le da conciencia de su inevitable finitud: el hombre sabe que tarde o temprano se va a morir. Sin embargo tiene un insaciable apetito de eternidad. Un apetito que lo acompaña durante toda la vida. “El hombre es un mortal a secas”, dice Séneca. Por eso ama y escribe poemas. Y por eso, también, tiene amigos. Porque en esa finitud consciente, cada hombre sabe que el otro lo completa.

Ayer todos, en mayor o menor medida -y, tal vez, de forma inconsciente- ejercitamos ese apetito de eternidad celebrando el Día del Amigo. Por eso viene bien recordar estas cuestiones, que no son para nada abstractas, sino que constituyen la esencia de nuestra existencia. De hecho, escritores de todos los tiempos han sabido reflejar con bellas palabras esa imperecedera relación entre los hombres que otros sólo intuyen a medias. Julio Cortázar, por ejemplo, decía que sus amigos eran enormes cronopios que lo ayudaban a ver el mundo con ojos más optimistas. “Hablando contigo, aunque sólo sea desde un papel por encima del mar, me parece que alcanzaré a decir mejor algunas cosas que se me almidonarían si les diera el tono del ensayo, y tú ya sabes que el almidón y yo no hacemos buenas camisas”, le escribió Cortázar a su amigo Roberto Fernández Retamar en 1967. Eduardo Galeano, en tanto, afirma en un conmovedor escrito que la amistad es mucho más que simple compañía. Y lo relata así: “En los suburbios de La Habana, llaman al amigo mi tierra o mi sangre. En Caracas, el amigo es mi pana o mi llave: pana, por panadería, la fuente del buen pan para las hambres del alma; y llave por...

-Llave, por llave -me dice Mario Benedetti.

Y me cuenta que cuando vivía en Buenos Aires, en los tiempos del terror, él llevaba cinco llaves ajenas en su llavero: cinco llaves, de cinco casas, de cinco amigos: las llaves que lo salvaron”. Un ejemplo concreto de que la amistad también se cultiva a la distancia. Claro que no al punto que se lo hace hoy en las redes sociales. De hecho los sociólogos aseguran que el concepto clásico de amistad ha cambiado sustancialmente. Hoy es posible -como dice Roberto Carlos en su clásica canción- tener un millón de amigos... pero en Facebook. Cosa que no existía antes de la aparición de las redes sociales. Ahora bien... ¿cuántas de esas personas cumplen realmente con la condición de amigos? De la amistad, Aristóteles lo dejó explicado todo. La diseccionó con precisión de relojero. Pero aquello se olvidó y hoy, 2.500 años después, gracias a las redes sociales y a Facebook los amigos son como peregrinos en tierras de infieles.

Antes era distinto. No se sabe aún la fecha exacta en que nació el término amistad. Historiadores y sociólogos no pueden explicarlo con seguridad. En la antigüedad, se encontraron las primeras fuentes textuales que demuestran la existencia del término “amigo”, tanto en los diálogos de Platón como en los escritos de los estudiantes de Aristóteles. Pero estos textos revelan otro tipo de apreciación por la amistad. En ellos, un amigo no existe para el beneficio del otro, ya que la amistad sólo es posible a través de mutua confianza. Es más, antes era sólo posible tener amistades entre familiares.

Pero la era virtual ha cambiado ese viejo concepto de la amistad. Un amigo en Facebook no es necesariamente un amigo para toda la vida o un amigo de confianza; puede ser un simple contacto con quien se mantuvo una conversación de 15 minutos. Los psicólogos aún no pueden explicar cómo las personas están dispuestas a invitar a desconocidos a formar parte de su espacio privado, pero la tendencia es clara: los adictos a Facebook seguirán sumando desconocidos a su cuenta con la etiqueta de “amigos”.

Entonces, sería bueno que paremos la pelota y ubiquemos a los verdaderos amigos en el lugar que corresponde. Dediquemos más tiempo a conversar con ellos y menos a chatear; démonos un tiempo para visitarlos en sus casas y no en sus cuentas de internet. Vayamos con ellos al cine, al bar, a la plaza, a un baile, a la montaña y dediquemos menos tiempo a engrosar nuestra cuenta de Facebook. Tal vez así podamos convertirnos realmente en verdaderos peregrinos.

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