Las Cuatro Estaciones
Las Cuatro Estaciones
Corría el año 1983. Entrar al secundario era y sigue siendo uno de los pasos más emocionantes que da un niño y la primera gran vergüenza que experimentamos como adultos.

Porque la vida real se divide solo en dos partes: la niñez -que es ingenuidad absoluta, felicidad espontánea, sufrimiento infinito, esperanza eterna, fantasía sin límites y miedos paralizantes-, y la otra parte es el resto de nuestra vida.

La adolescencia no existe, es un “invento” de la academia para segmentar al ser humano y poder entender su desarrollo. La vida real es otra cosa.

Pasamos de la primaria a la secundaria y se acabó la felicidad espontánea. Viene la felicidad inducida, buscada, deseada.

La tristeza y el dolor pasan a ser conscientes, las fantasías empiezan a ser más reales y concretas y los miedos ya no están debajo de la cama, tienen nombre y apellido, lugares, momentos. Comienzan las responsabilidades en serio.

Madurar es reprimir la niñez. Hacerse grande es volvernos serios, dejar de jugar. Por eso cuanto más viejos, más tristes somos.

No sólo porque sabemos que nos estamos yendo para siempre, y se van yendo aquellos que nos acompañaron toda la vida, sino porque los años suman responsabilidades, laborales, sociales, legales, familiares, éticas y morales, con cada año se nos agregan más compromisos. Y el peso de las responsabilidades nos arquean la espalda y nos arrugan el rostro.

En el primer año de la secundaria lo más importante es no dejarse devorar por los más grandes. Nos da tremenda vergüenza ingresar a ese mundo de adultos porque todos saben que aún somos niños. Y nos miran y se nos ríen y se nos burlan. O al menos eso pensamos, aunque no ocurra.

Estamos solos, sin papá y sin mamá, sin los abuelos o los tíos o el tutor que sea. Sin la protección del hogar.

Nos igualamos. Cada uno viene con su carga, sus bolsillos llenos o vacíos, su mochila pesada o liviana.

En medio de este contexto, de chicos asustados y a la vez entusiasmados con el nuevo mundo de los adultos, de los grandes, en el 83 enseñaba en el colegio Tulio García Fernández un profesor de música cuyo nombre era Juan José Vitallone.

En la primera clase llevó al curso a la sala de música, para lo que había que cruzar todo un enorme patio. Allí había un piano y un tocadiscos.

Sacó un vinilo y puso en la bandeja Las Cuatro Estaciones, de Vivaldi. Luego de explicar de qué se trataba la obra y qué es lo que había querido expresar el compositor italiano, les pidió a los alumnos que identificaran cada una de las estaciones sólo por la música. Y allí empezó a crearse la magia. Los chicos comenzaron a escuchar sonidos que antes habían parecido ocultos. Pájaros en la primavera, flores abriéndose, hojas cayendo en otoño, el viento, el invierno con toda su crudeza y las lluvias de verano. Los sonidos brotaban por decenas y a esa altura el aula era un hermoso griterío de chicos cantando los sonidos que iban identificando y encontrando.

En algunos pasajes, Vitallone se hacía el sorprendido y decía que no se había dado cuenta que detrás de unos pájaros se oía una acequia y detrás de la acequia el ruido de los árboles sacudidos por el viento. Los invitaba a sumergirse más profundo en un nivel de percepción auditiva hasta ahora desconocida para ellos. Magia pura.

¿Cómo podía haber tantas imágenes en unos simples violines? ¿Dónde estaban antes que nadie las había “visto”? Vitallone les había abierto las puertas al cielo de la música y muchos de esos chicos cambiaron para siempre. Escucharon por primera vez palabras como allegro, largo, adagio, adagio molto, allegro non molto o adagio pastorale.

De este profesor, la mayoría solo recuerda que era un flaco alto, de bigotes prominentes, con un vozarrón muy grave, que tocaba y cantaba con apasionamiento en el piano “Fiesta”, de Serrat.

Pocos meses después, el colegio vivió una conmoción cuando se supo que el profesor, su esposa y dos de sus tres hijas murieron en un accidente de tránsito, viniendo de Brasil. Fue el 3 de febrero de 1984. El Renault 6 que conducía Vitallone chocó contra un camión a 450 kilómetros de Foz do Iguazú, en medio de una intensa niebla. Perdieron la vida en el acto él y su mujer, Margarita Roldán, también profesora de música, ambos de 34 años, y sus hijas María Pía, de 7, y María Constanza, de 2. Sólo sobrevivió la hija del medio, María Florencia, de 5 años. Fue un golpe tremendo para esos chicos a los que con unos simples vinilos y un piano les había cambiado la vida.

Treinta y un años después sabemos que Vitallone además de haber sido un enorme docente de música en varios colegios, había sido también pianista, interventor del Conservatorio Provincial de música y titular del Departamento de Música del ex Consejo Provincial de Difusión Cultural.

Dirigía además la Camerata Orfeo y fue fundador de varios coros, entre ellos el que actuaba junto a la Orquesta Sinfónica de la UNT.

No es una novedad que la música puede ser una tremenda herramienta de transformación social, incluso más profunda y perdurable que la misma política, hoy tan manoseada y bastardeada por empresarios que se dicen candidatos.

En tiempos tan convulsionados, donde la crispación baja desde el atril presidencial hasta el taxista que te despeina a bocinazos, bien valen estos ejemplos para bucear otros nortes, otros ejemplos de vida, otras alternativas para mejorar la condición económica, social y espiritual de las personas.

Porque el verdadero cambio de una persona comienza por su alma y luego sigue por el resto.

Los buenos docentes, como Vitallone, son actores fundamentales en cualquier transformación social. ¿A cuántos chicos habrá marcado de por vida solo este profesor?

Al igual que la enorme cruzada del pianista tucumano Miguel Angel Estrella, con su movimiento internacional “Música Esperanza”, creado como “un instrumento de defensa de la dignidad humana y de elevación de la condición humana”, según palabras del propio Estrella.

Un movimiento que hoy cuenta con más de 50 sedes en todo el mundo y cuyo principal objetivo es desarrollar sus actividades musicales en medios desprotegidos o marginados por la sociedad.

En menor escala pero con idéntico enorme esfuerzo y generosidad, el profesor Marcelo Ruiz y otros músicos que lo ayudan sin cobrar un solo peso, con sus ahora dos orquestas del Divino Niño, con las que ya les “elevó la condición humana” a decenas de chicos. O también, con más espalda y recursos, esta última iniciativa de la Secretaría de Extensión de la UNT, que por el Julio Cultural está llevando músicos de prestigio nacional a barrios emergentes. Que bueno sería que esta caricia a los sectores más carenciados y sin acceso a la cultura pudiera extenderse más allá de este ciclo.

Necesitamos más Vitallone y menos José “Gallito” Gutiérrez, que amenazan a los más vulnerables con quitarles los planes si no lo votan.

Necesitamos encontrar a los Estrella, a los Marcelo Ruiz, y sacarlos del anonimato, darles visibilidad, transformarlos en los superhéroes que los chicos quieran seguir e imitar.

Ejemplo es Marcelo Ruiz, que trabaja gratis, en el barro, codo a codo con niños que pasan hambre, no la presidenta, que con miles de dólares en joyas encima dice que en este país casi no hay pobreza.

Ejemplo es Estrella, que entregó su vida al servicio de miles y miles de necesitados, y no el gobernador o el vicegobernador, que son cada día más millonarios, mientras casi la mitad de los tucumanos está debajo de la línea de pobreza.

Necesitamos que cuanto más necesitado sea un niño, más posibilidades tenga de escuchar las mariposas y los pájaros de Las Cuatro Estaciones, porque de lo contrario van camino a escuchar los gritos de la marginalidad, el sonido de las balas y el silencio ensordecedor de la exclusión.

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