Los ilusionistas
Dieciséis años después de su debut y ya retirado del servicio activo de la magia, el gran Houdini (1805-1871) seguía administrando su propio teatro en París. No sólo había ganado mucho dinero con su Antonio Diavolo (un autómata de 90 centímetros que hacía piruetas en su trapecio de miniatura), sino que todavía seguía sorprendiendo con uno de sus trucos más hermosos: el naranjo fantástico. Era más o menos así: Houdini pedía un pañuelo y lo convertía en polvo. Luego echaba el polvo sobre un pequeño naranjo, el arbolito florecía y después daba naranjas verdaderas. Pero lo más sorprendente llegaba al final: el mago tomaba una naranja, la partía en dos y, en lugar de jugo y pulpa, sacaba el pañuelo.

Sin tanta poesía, pero con igual eficacia los políticos vernáculos también usan trucos para administrar el poder. No con pañuelos, galeras y naranjos claro está. Pero sí con puestas en escena -a veces imperceptibles- con las que intentan mostrar una realidad que a veces no existe. Ya lo dijo Nicolás Maquiavelo: “Quien quiera gobernar debe saber engañar”. En otras palabras: un buen político debe ser un hábil ilusionista. Y, en la Argentina, este mandato maquiavélico se cumple a rajatabla. ¿De qué otra manera se podría catalogar, si no, el hecho de que algunos funcionarios insistan en hablar de la década ganada? ¿O se atrevan a sostener que la Patria comenzó a existir con el kirchnerismo? ¡Ilusionismo puro! Un truco que busca borrar la realidad para instaurar una verdad paralela en la que todo es inmutable.

Pero, volviendo al ilusionismo, dicen los dignos de fe que los magos hacen 20 números con trucos y uno sin truco. Esos 20 números son para enmascarar al único número real de su presentación. Como el que asesina a siete personas desconocidas para poder encubrir el crimen de su amante. Por eso, lo que más miedo le da a un mago es que alguien descubra el número que carece de trampa, porque ese número es la quintaesencia de su arte: el mago lo lleva a cabo gracias a una facultad innata que no sabe a cuento de qué le ha sido dada. Una facultad que debe disimular a toda costa porque, de otro modo, el número perdería -paradójicamente- toda su magia. Se entiende: lo que importa es el artificio. Todo lo demás carece de sentido. Incluso la realidad. Hay una película que ilustra a perfección esta idea. Se llama “Nada es lo que parece” y relata las desventuras de un grupo de magos conocido como “Los Cuatro Jinetes”, que llevan a cabo delicados robos contra empresas corruptas, para luego, en sus espectáculos, hacer llover parte del botín ante una platea al borde del delirio. Estos trucos, sin embargo, no dejan de ser una táctica evasiva para poder escapar con el resto el dinero. Si esta trama no es una suerte de espejo de nuestra política farfullera, al menos se le parece. Porque, convengamos, en esta realidad alterna que plantean nuestros funcionarios igualmente desaparecen cosas; y no sólo dinero: también dignidad, valores, seguridad, educación, buenas costumbres y hasta felicidad.

Pero no todos los trucos acaban en aplausos; muchos terminan en llanto; sobre todo cuando la realidad finalmente se impone y al mago le falla la ilusión. Cuando, por ejemplo, el cuerpo del asistente queda divido en dos o el billete que prestamos para el juego no vuelve a aparecer. Entre malos aficionados y verdaderos maestros hay que tener cuidado con cierto ilusionismo. Y, sobre todo, con sus consecuencias. Porque los ilusionistas suelen embaucarnos, pero a la vez elevan nuestras pulsaciones. Nos sacan de este mundo y nos llevan allá donde hay magia. Y como la magia existe, todos soñamos con estar mejor en esta Argentina que hace gala del respeto por los derechos humanos y la inclusión social pero que aún no ha podido resolver el drama de la delincuencia, el narcotráfico y el abandono social. El problema es que la ilusión puede nublarnos el entendimiento. Es lo que pasa, por ejemplo, cuando se usa el populismo mal entendido para ocultar problemas económicos o de gobierno.

Así las cosas, va siendo tiempo de exigir a los funcionarios que vendrán, ilusiones que construyan; que nos eleven el ánimo para afrontar cambios radicales. Y, al hablar de ilusión estamos hablando de asuntos pacíficos y meramente humanos; de esos que pueden transformase en un sostenido vendaval capaz de colorear nuestras vidas y, con ellas, nuestros barrios. No significa renunciar a nada, sino más bien dejarse de cuentos. El truco esencial: saber discernir la realidad de lo quimérico. De lo contrario, la ilusión puede trocarse en un mero y triste espejismo.

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