La imaginación al poder en “Alicia en el país de las maravillas”

La imaginación al poder en “Alicia en el país de las maravillas”

Razones para seguir leyendo un cuento que jamás envejecerá.

Entonces, ¿por qué leer “Alicia en el país de las maravillas” hoy, a un siglo y medio de su publicación? ¿No se habrá convertido en un anacronismo elegante y sofisticado? ¿No le aporta la tecnología suficientes estímulos a la imaginación? ¿Qué tiene de novedosa la ensoñación de una chica que cree ver la sonrisa de un gato que estaba y ya no está? ¿No fue suficiente con la obstinación de Dorothy por llegar al final del arco iris? ¿Y qué hay del muchachito que pedía un cordero dibujado, bien o mal, pero dibujado al fin?

Será que sobre la cubierta o sobre la pantalla -nunca tan maravillosa la posibilidad de escoger la plataforma- reposa un rótulo. “Leeme”, dice. Está ahí, ¿cómo que no se ve? Y después, atención:

- Aquí todos estamos locos. Yo estoy loco. Tú estás loca.

- ¿Cómo sabes que yo estoy loca?

- Tienes que estarlo, o no habrías venido aquí.

Puede que haya en Alicia un millón de metáforas, puede que no haya ninguna. Puede que se trate de un gigantesco malestar de la cultura, puede que sea un chiste victoriano. Puede que sea una broma sobre el tiempo soñada por Einstein o la punta del ovillo freudiano. Puede quedar amarrada a la memoria o deshacerse como un terrón de azúcar. O mutar, como la oruga condenada a la belleza efímera. Puede ser un río de cabezas aplastadas por un mismo pie o una tortuga que no es una tortuga. O sí lo es.

Así que Alicia sigue adelante, maravillándose del maravilloso mundo al que fue ¿invitada?, mientras durante 150 años la interpretan, la deconstruyen, la dibujan, la pintan, la meten bajo la piel de actrices jóvenes y no tan jóvenes, la piensan, la visten y desvisten, la acarician, la cachetean, la elogian, la retan y, cuando cambian los tiempos y los enfoques, todo vuelve a empezar. Será, alternativamente, dadaísta, surrealista, psicodélica y posmoderna.

Ahí está Alicia, tamizada por la academia, por las ciencias sociales, por lingüistas y por filósofos, lisérgica y canábicamente agigantada, hasta que -finalmente- la medicina decide que los niños con ciertos trastornos neurológicos nocturnos, sospechosamente ligados a lo onírico, padecen el “síndrome de Alicia en el país de las maravillas”.

¡Qué extraño es todo hoy! ¡Y ayer sucedía todo como siempre!... ¿Habré cambiado durante la noche? Pero si no soy la misma, el asunto siguiente es ¿quién soy? ¡Ay, ese es el gran misterio!

No son pocos 150 años, mucho menos tratándose de una novela tan transitada e irresistible. Será que la sociedad es una colección de Humpty Dumptys haciendo equilibrio sobre un muro y urgidos por una Alicia capaz de quebrar el deber ser. Será que entre tantas reinas de corazones y misteriosos sombrereros Alicia gana la partida de la honestidad brutal. Nunca será sencillo encontrar a quien regala todo lo que dice. ¿A quién le importa a esa altura qué es real y qué no lo es?

En el principio había una niña, aburrida mientras su hermana leía un libro carente de dibujos y de diálogos. “¿De qué sirve un libro sin dibujos ni diálogos?”, se preguntaba Alicia. De ahí a seguir a un conejo blanco al interior de una madriguera hay un paso. Lo fantástico, y benditos sean Alicia y Lewis Carroll por esto, es que una vez metidos en ese mundo no hay vuelta atrás.

Tamaño texto
Comentarios
Comentarios