Sobre el paso del tiempo

Sobre el paso del tiempo

El autor de esta nota, escritor salteño recientemente incorporado a la Academia Argentina de Letras, analiza qué ocurre cuando leemos una obra que describe una realidad que ya no existe. “Una generación entera en el Norte necesitó mostrar con toda urgencia una realidad, sin saber que lo que mostraba estaba llegando a su fin”, afirma

Sobre el paso del tiempo
05 Julio 2015

Por Santiago Sylvester - Para LA GACETA - Buenos Aires

Acabo de leer en un diario la noticia de que, según un informe de la ONU, el 92% de los habitantes de Argentina vive en ciudades. Este dato me saltó a la cara porque quiere decir que sólo un reducidísimo 8% vive actualmente en el campo: un sitio solitario que al parecer está más solitario que nunca. Este es el resumen, o corolario, de uno de nuestros dramas nacionales, porque la cara inversa del abandono rural es el crecimiento sin programa de los barrios más desfavorecidos, donde escasean luz, agua, cloaca, medicina y escolaridad, y abundan la inseguridad, la droga y el hambre. Son los asentamientos, lo que en Buenos Aires se conoce como “villa” y en otras partes como favela. Hablar entonces de “campo despoblado” no es una broma tautológica sino mencionar un desastre.

Pero además de los aspectos sociales, que conmueven y no tienen fácil arreglo, la lectura de esa información coincidió con el programa de una radio, de donde me llamaron para hablar de La Carpa porque se cumplía un nuevo aniversario de la muerte de uno de sus protagonistas, Manuel Castilla. Esta situación, sumando datos, me sirvió para darme cuenta de algo: la poesía que predominó muchos años en el Norte, centrada en la naturaleza y en la vida rural, es hoy testimonio de algo que prácticamente ha desaparecido. Por supuesto, no la naturaleza, que sigue ahí; pero si aquel informe es cierto sí está desapareciendo la vida humana en ese entorno, sus trabajos, costumbres y conocimientos específicos.

Una modificación como ésta no es algo que cree necesariamente ajenidad con una obra literaria, si esa obra tiene cómo llegar y resiste los avatares del tiempo: sería más extremo, en esa dirección, emocionarse con un poema marino sin conocer el mar, y esto es algo que sucede. Con igual razón puede decirse que la Inglaterra descrita por Dickens ha desaparecido y sin embargo sus novelas siguen vigentes. Pero una noticia como aquella obliga a reubicar la materia de la que está hecha una obra: ya no será realista, ni testimonial, como ella misma supuso y se presentó, sino en todo caso mítica; y lo que más impresiona de ese dato demográfico es el hecho de que una cultura vieja, con mucha presencia en las provincias del Norte (puedo dar fe de lo que ocurría en Salta), haya quedado reducida a un 8% casi sin que nos demos cuenta.

Es bastante evidente que, hace algo más de medio siglo, una generación entera en el Norte necesitó mostrar con toda urgencia una realidad, sin saber que lo que mostraba estaba llegando a su fin. La obsesión por la temática rural coincidió en toda América Latina: lo que se llamó “literatura de la tierra”, que durante un tiempo fue materia predominante en prosa y verso. Y causa cierta perplejidad comprobar que, al menos en Argentina, tenía algo de réquiem involuntario.

Esta frase, sin embargo, hay que matizarla.

En primer lugar, porque esta situación no es tan inhabitual, como trataré de mostrar. Después, porque hay que recordar que una obra fuerte puede, a la vez, dar testimonio de un final y proponer un comienzo. Y finalmente, porque la población rural, aunque disminuida, existe, y puede por su propia convocatoria trabajar largamente en el imaginario colectivo y ser, por lo tanto, materia de interés. Hay que destacar estas razones porque son las que, todas juntas, sostienen por ejemplo la obra narrativa de García Márquez. No sé cuánto de su mundo caribeño sigue existiendo, y cuánto es tarea suya: cuánto de Macondo está hecho de materia palpable y cuánto de la mejor literatura. De lo que no hay dudas es de que su trabajo sigue tan vivo como siempre. Este sólo ejemplo serviría para desmontar una petición de realismo: da lo mismo que Macondo, Comala o la jungla de Tarzán existan o no. Pero esto, sin embargo, tampoco impide que pensemos y volvamos a pensar sobre situaciones, obras literarias o paradojas históricas, sobre las que reposa buena parte de nuestros intereses.

He dicho que la situación de que alguien hable de un mundo que se extingue, sin saber que es un mundo casi terminal, no es tan infrecuente: estos finales contados desde el final están, en realidad, inscritos en nuestro ADN. Pareciera que así trabaja la humanidad: cuando algo va a finalizar, siempre hay alguien, solo o en grupo, que siente la necesidad de contarlo, sin imaginar que en realidad casi está ocupando el sitio del historiador. Se puede analizar este fenómeno en muchos casos, que tienen por detrás el inevitable paso del tiempo, la modificación de las costumbres y, finalmente, esa evidencia que se sigue expresando con una vieja frase: el mundo se mueve.

Un ejemplo conocido es la caracterización del cowboy cuando estaba terminando el período más bien corto en el que campeó ese personaje. Fue próximo a su desaparición, cuando los alambrados de la civilización ya lo estaban interceptando, que Francis Bret Harte publicó “Los proscritos de Poker Flat” y otros cuentos, pocos, dedicados a ese aventurero peleador. En esas prosas quedó tipificado, no sólo la figura del cowboy, sino su entorno; años después le sirvieron a John Ford para llevarlo a los altares del cine, cuando ya era pura mitología.

Sin salir de Argentina, y por lo tanto de la lengua, se puede encontrar ejemplos de lo mismo. La gauchesca tiene bastante de esos condimentos: en sus comienzos fue literatura realista, pero su esplendor, con José Hernández y Rafael Obligado, coincide con la modificación de una forma de vida que el género suponía. El campo seguía en su sitio, pero la vida más bien nómada y autónoma ya tenía los días contados. Ese hombre solitario, de inmensidades, estaba siendo incorporado a un sistema de producción que lo obligó a adaptar sus hábitos y, en consecuencia, a transformarse.

Un trabajo del escocés R. Cunninghame Graham, referido al gaucho, sirve de fuerte indicación: “Una raza que se extingue”, y lo premonitorio es que está publicado en 1898. No extraña que haya sido un extranjero famosamente fiel a los caballos el que lo haya advertido porque, por mucho que lamentara esa transformación, no estaba tan comprometido con el personaje como un escritor local, y por lo tanto era quien podía verla. En varios ensayos, como el mencionado, tiende a la defensa nostalgiosa del gaucho, como si presintiera que había una dignidad a caballo que se estaba yendo. Refuerza esta visión la dedicatoria de W. H. Hudson en El ombú: “a mi amigo R. B. Cunninghame Graham, singularísimo escritor inglés que ha vivido entre los gauchos y los conoce «hasta el caracú», como dirían ellos mismos. y que, único de los escritores europeos, refleja en sus libros algo del colorido de aquella lejana vida que está tan rápidamente desapareciendo”. De donde se deduce que la percepción de final de época era compartida por ambos.

El mismo efecto puede rastrearse en los cancioneros de Juan Alfonso Carrizo: esa impresionante recopilación en cinco frondosos tomos de coplas, romances, canciones infantiles, rimas varias, que poblaban la memoria de la gente. Es sorprendente comprobar que, de pronto, una persona siente el impulso de echarse a los caminos (valles, selvas, montañas) a recoger el legado popular y anónimo que venía llegando por transmisión oral; y, qué casualidad, eso sucede cuando la cultura oral que abarcó varios siglos estaba a punto de concluir. Durante 25 años Carrizo estuvo obsesionado con esa tarea: algo que le agradecemos porque es el relevamiento más completo que puede hacerse de una cultura que, sin ese trabajo, hubiera desaparecido en un lapso relativamente breve. Él mismo lo dice en sus prólogos: la transmisión oral y el anonimato estaban en trance de desaparecer. Sobre esa recopilación se puede decir que, o se la hacía entonces, cuando fue hecha, entre 1920 y 1945, o ya no hubiera sido posible.

Es lo que se puede observar en los poetas de La Carpa, que a mitad del siglo pasado se propusieron rescatar la naturaleza de la zona y, en consecuencia, las faenas rurales: basta leer sus textos programáticos, que han sido estudiados largamente en el Norte, y mucha de la poesía escrita en consecuencia, no sólo por los poetas de La Carpa sino también por otros que trabajaron en esa misma dirección. La tarea de ese grupo generacional consistió, en gran medida, en dar testimonio de la naturaleza y de la vida en su entorno: así lo expresaron en sus manifiestos. Y el resultado inesperado de que ahora ese entorno está prácticamente desprovisto de vida humana, es algo que los sorprendería: a muchos de ellos los he oído decir que había que escribir “sobre la vida”, dando por cierto que lo que ellos contaban era la vida en el Norte: un tipo de vida, con sus modalidades.

Así ha sucedido y es posible que vuelva a suceder. La agonía de un mundo no sólo es atractiva sino que enciende todas las luces para hacer más visible el camino. Hay necesidad de pasado en todos los pueblos, por eso la memoria se llena de sucedidos e historias: eso que los pueblos necesitan para sentirse parte de un todo. Sin que nos demos cuenta, sin saber qué hacemos, cada tanto imitamos al cisne, si es cierto lo que nos contaron, que canta justo antes de morir. Las culturas necesitan que ese cisne encarne en algún cantor, y además que sea bueno: tiene que hacerlo bien, incluso de un modo impecable, para que perdure. Como si la treta, para durar, fuese conseguir una palabra que sirva para los años que vendrán.

© LA GACETA

Santiago Sylvester - Poeta, ensayista y crítico literario.

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