"Trabajar en los semáforos es vivir de la voluntad del otro"

"Trabajar en los semáforos es vivir de la voluntad del otro"

La cara más dura del trabajo en negro y los estragos del paco en los sectores más vulnerables se viven en muchos cruces de avenidas de la capital.

FOTO DE INÉS QUINTEROS ORIO FOTO DE INÉS QUINTEROS ORIO
01 Julio 2015

Casal, 10.20

En la esquina de Casal, donde se cruzan las avenidas Mitre y Mate de Luna, recién asoma el sol con fuerza, entre los edificios. Hay 12 personas distribuidas entre las cuatro platabandas, dispuestas a vender golosinas, productos para autos, frutas y a limpiar los parabrisas. Raúl Gramajo se desprende los primeros botones de la camisa y se acomoda la gorra. Parado sobre Alem, lo flanquean carteles con los rostros de varios candidatos. Juan Manuel Carranza embolsa bananas sobre la vereda. “Lo que me duele es cuando suben la ventanilla apenas te ven”, explica.

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“Empecé a vender en las calles en 1976. Antes había trabajado en El Arco, cerca del complejo de Atlético, y en Floresta. Desde los 80 me instalé en esta esquina. Vendo golosinas, productos de limpieza y los 'palos para asador'”, cuenta Gramajo, de 56 años. Viaja desde el barrio Los Plátanos, al sur de la ciudad, y en Casal está de 8 a 15. Trabajó en una citrícola durante casi 20 años, pero luego de un accidente lo echaron sin indemnizarlo. “Me lastimé con una máquina y me pagaron el tratamiento, pero después me despidieron. ‘Enfermedad inculpable’ me dijeron. Me hubiera jubilado si no me lastimaba. Nunca cobré ningún plan, ni siquiera ligué la caja PAN de la época de Alfonsín”, reclama en voz baja. Tiene seis hijos, algunos también son ambulantes y uno estudia enfermería.

Hace él mismo los utensilios para asador con chapa y remaches. No se queja de trabajar a la intemperie, de cargar mucho peso en sus manos ni de la poca ganancia. “A todo te acostumbrás, hasta cuando vendés alcauciles: el atado se hace con alambre y te puede hacer ver estrellas si los acomodás mal. La clave para vender es tratar bien al cliente”, explica. Los reclamos, dice, se los hacen a los limpiavidrios que trabajan enfrente, sobre Mitre, que hacen enojar a los automovilistas porque los tratan mal. “Ellos son atrevidos, hacen quilombo y por eso nadie quiere compartir la esquina con ellos”, respalda Luis Robles. Lo suyo es la venta de bolsitas abundantes de maní y garrapiñada. Tiene 33 años de experiencia en venta callejera.

“En una semana te lloran los dedos o te acostumbrás a cargar todo el tiempo bolsas en la mano. Se te pone el antebrazo como si fueras de piedra”, describe Robles, que a los 10 años empezó a trabajar de lustrador. “Me crié en la calle, pero tengo la conciencia tranquila, eso es lindo. Aquí aprendés de todo: fui lustrador, vendedor, cosechero y trabajador golondrina”. Trabaja de 9 a 19, y según cuenta, el horario ideal es entre las 11 y las 13.

“Es simple: si respetás, la gente te compra. Es frustrante que te digan muchas veces ‘no’. Hay que mantener la imagen, por eso dentro de poco me voy a cortar el pelo, a los clientes no les gusto con el pelo largo”, concede Robles, que está “soltero y sin apuros”. “No tengo miedo y me hago respetar. Ellos son atrevidos -insiste y vuelve a señalar a los limpiavidrios de enfrente-. A veces vienen los ‘milicos’ y se los llevan porque alguien llama a la policía”.

Cuando el semáforo da luz verde, Carranza y Robles se juntan en la angosta platabanda con Mario Pérez, un vendedor de frutas de 56 años. “Uf, llevo 36 años vendiendo. Todo es rotativo: días buenos, regulares y malos. No recomiendo esto, pero ya no me lo saca nadie”, cuenta Pérez, que para ganar más dinero vende flores desde las 19 hasta entrada la noche.

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M., L. y N. trabajan como limpiavidrios en la esquina de Mitre, casi Mate de Luna. Desde la vereda, J. toma vino de un tetra cortado a la mitad y mira como sus compañeros son entrevistados. Le queda una espuma blanca en el rostro. Suelen pelear por quién se queda con el dinero cuando más de uno trabaja sobre un mismo parabrisas. Reniegan de los automovilistas cuando les rechazan los servicios. Al hablar, salta a la vista que N. no está lúcido. Después de saludar, M. abre y cierra la boca repetidamente. "Dejá de mandibulear, que te están preguntando para un diario", le gritan. Juntan dinero para poder comer algo y tener para consumir, cuentan. Paco, pegamento y vino con pastillas, enumeran brevemente. El único que habla es N.


-¿Les molesta cómo los tratan los conductores?

-Claro, a mí me molesta que te digan "no" tantas veces. Quiero limpiar para no quedarme quieto, aunque no quieran darme. Yo limpio para comprar paco, no te voy a mentir. Me aburro por no tener trabajo y ahora estoy con eso. Prefiero estar re loco, con una cumbia linda y que pase el día.

-¿El limpiador es tuyo?

-Ellos son dueños de sus limpiadores (señala a sus compañeros), yo a éste lo saque de la casa del transa que me vende. Me fía y tengo que devolverle y, como la calle está muy dura para “laburarle” algo a alguien, prefiero hacer moneda con esto y que no me falte la droga. Te desespera.

-¿Te acordás por qué empezaste?

- Mis amigos me acercaron una "bombilla" (la pipa con la que se fuma paco). Empecé porque tenía hambre.

Cerca de una concesionaria de autos, Carranza acomoda cajones de verduras y embolsa bananas para la venta. Tiene 46 años y 37 de experiencia. Antes hacía la parada en Floresta, pero desde los 80 se trasladó a Casal. Trae tres cajones por día para vender junto con su hermano Julio. Sin mirarlas, anuda las bolsas y les hace agujeros para que las frutas “respiren”. “Por el cajón de banana pagas $120, por el de mandarina $90, $150 el de manzana y $120 el de pera. Yo vendo cada bolsita a $20”, explica. Saca, en promedio, $200 por día.

“Pasaron los años y quedamos nosotros nomás. Hay que sufrir para ganar el pan. Te acostumbras a todo: al sol, a la calle, al frío, a la lluvia. Empecé hace más de 30 años vendiendo con mis tíos en Colón y Mate de Luna. El secreto está en respetar al cliente”, explicó. Dijo que sus mejores clientes son las amas de casa de Yerba Buena, que salen tarde del trabajo y hacen compras para el día camino a casa.

Se acostumbró al rechazo constante. “Esto es vivir de la voluntad del otro. Hay gente que nos conoce y ya nos compra porque sabe que no ando en otra. Con esto pude mandar a mis hijos a la escuela. Por suerte no están trabajando en la calle, esto no es vida para ellos. Es un recurso al que me acostumbré, nada más”. 

Julio viene a buscar más bolsas y levanta una caja de cartón con frutillas. Usa pantalón rojo y gorra a juego. “Siempre me vestí vistoso, pero porque ya me hice un personaje. Tengo pantalones azules, rojos, dentro de poco me voy a poner rosa, para ver si mejora la venta”, se ríe. Concede que la vestimenta es mitad por cábala y mitad por “buena onda”. 

“Al principio le tenía miedo al tráfico, pero aprendés a medir el paso para moverte. Sobre todo con los colectivos. En la selva de cemento hay que moverse entre animales, por eso no hay que quejarse, al menos alcanza para el pan todos los días. Para el ‘papeo’ tenemos”, comenta. Su preocupación es por el paco. “Los que venden esa basura quiebran a las criaturas. Como ser adicto sale caro, el laburo de pobre no alcanza: ahí es cuando hacen cualquier cosa para consumir. Eso te deja las neuronas hechas pedazos”, comenta durante el verde del semáforo.


Cruzándose entre los autos con andar tranquilo, Fernando Briceño limpia los parabrisas sobre 24 de Septiembre. Hoy faltó Brian, su amigo y compañero de esquina. Hace 13 años que trabaja allí, empezó como vendedor desde los 9. “No tengo otro trabajo, fui a pedir muchas veces, pero nunca me dieron un puestito”, comenta relajado. Estudia por la noche para completar el secundario porque quiere trabajar de periodista.

“Empecé a trabajar porque mi mamá se enfermó de la vista, ella trabajó como ambulante durante 40 años, por eso todos aquí la conocen. Al principio lloraba cuando volvía a mi casa sin nada. Mi mamá me dijo que me quedara, que si era bueno a la larga la gente me iba a ayudar”, recuerda. Su novia Cinthia, de 20 años, lo acompaña en la charla. Una sola vez un hombre lo ha tratado mal, cuenta, porque quiso limpiar de “prepo” un vidrio. “Los corro a los limpiadores que joden porque me hacen perder plata. Estoy acá hasta terminar del secundario y después no me ven más”.

A los 11 años consumía paco y pegamento. Dejó cuando su hermano, de 23 años, se ahorcó, hace poco. “Pude dejarlo, por suerte. Todos me miraban ya muy como fisura, no me quería nadie”.

Plazoleta Mitre, 12.30

En la esquina de Mitre y Belgrano hay más bocinazos, pero la velocidad del tránsito es menor que en el cruce con Mate de Luna. Miguel Rodríguez, de 45 años, camina por la platabanda de Sarmiento mientras ofrece una golosina con maní. Comparte el lugar con dos limpiavidrios. “Con ellos hay respeto, yo dejo la mercadería al lado del semáforo y nunca pasa nada”. 

“Tengo 12 años trabajando en la Plazoleta. Soy albañil y sé hacer de todo, pero como los patrones nunca te pagan la quincena en fecha, prefiero trabajar en esto y no depender de nadie. Así trabajo para mí y me pueden quedar $300 por día”. El problema, para él, es que no todos tienen madera para la venta: “si no sos respetuoso no podes vender nada”.

Es del barrio Juan Bautista Alberdi y, cada tanto, viaja a Catamarca o a La Rioja a trabajar como ambulante, porque allí se puede vender más y “hacer platita”: según él, en esas provincias hay menos competencia y más dinero, "por la minería". Su miedo, al igual que quienes trabajan en Casal, es el paco. “Abunda, está en todas partes. El changuerio de acá viene del (barrio) Trula, hacen un par de monedas y disparan a comprar droga. Es más fácil vender droga que pan. No podés decir nada de los transas, porque es para problemas, así que hay que quedarse callado -dice-. Laburar en la calle es sacrificado, como todo trabajo. Si te tratan mal tenes que agachar la cabeza”.

Esquina Norte, 13.45

César “el Mocho” Ávila y Julio Salvatierra trabajan en el cruce de avenida Avellaneda y Sarmiento. Se suben a la platabanda cuando el semáforo está en verde y hacen equilibrio para caminar sobre la raíz de un lapacho que levantó el cemento que separa los carriles. “El Mocho” vende obleas de chocolate y Salvatierra ofrece fruta con sus hijos. Una vendedora de telekinos liquida los últimos cartones de la mañana y dos limpiavidrios estiran billetes arrugados. Cada uno de los que trabaja en el cruce tiene su lugar, que no se altera por nada.


“Hace 30 años que trabajo, siempre en zona norte. Trabajo doble turno, de 9 a 14 y de 17 a 22. Es sacrificado: llueva o castigue el sol, si no trabajo no hay para el pan”, empieza la charla Ávila. Vive en el barrio San Roque, trabajaba en un taller de chapa y pintura, pero se lastimó las manos por trabajar sin guantes. “Por trabajar a puño limpio pasé a la calle. Empecé ‘casiando’ por los barrios –venta de puerta en puerta-, pero desde hace unos años pasé a los semáforos, porque en los barrios roban mucho”, explicó. Gana por turno, en un buen día, unos $150.

“Hoy en día todo da miedo, pero uno se la rebusca para mantener la familia. Mucha gente se enoja y se descarga con vos. Así crié a mis cinco hijos. Acá me respetan. A veces los hago correr a los chicos que piden, porque están ‘perdidos’ y asustan a los clientes”. El secreto, cuenta, es darse confianza y ponerse metas. “Es la necesidad lo que me tiene aquí, trabajé de albañil, de pintor, de alfarero, haciendo ‘changas’… ”.



Salvatierra cruza a la vereda porque una vecina quiere comprarle. Lleva 26 años en esa esquina. “Con el Mocho nos conocemos de toda la vida, uno corre riesgos, pero estamos adaptados. Ahora me ayudan mis hijos, puedo sacar hasta $1.000 de venta por día, pero hay que mantener una familia y comprar fruta para el día siguiente”. Acomoda una bolsa en cada dedo, y entre los cuatro paquetes de mandarina carga 10 kilos en cada mano.

Ordena el dinero para que dar cambio sea ágil. “Trabajo como independiente y no quiero que mis hijos tengan mi futuro. Por suerte una familia nos presta la vereda para acomodar los cajones y descansar. La condición, pese a que no me dijeron nada, es mantenerla limpia”.

Ejército y Belgrano, 16.50

Sobre las islas para el giro libre, una vendedora deja atados unos globos con helio y se sienta a merendar en la vereda. Los limpiavidrios descansan por turnos. Unos se van y otros llegan. Sobre Belgrano, Néstor, de 39 años, ofrece golosinas y linternas. No quiere dar su apellido. Trabaja hace tres meses como ambulante, de 15 a 22, porque por las mañanas se dedica a “las tareas de casa”. Vive en el barrio Juan XXIII.

“Antes delinquía. Estuve en la cárcel de Ezeiza, en Marcos Paz, Devoto y en Villa Urquiza. Hay más droga adentro que afuera de las cárceles. Estoy rehaciendo mi vida, pero me duele ver a los chicos mal por el paco. Se están lastimando solos”, contó el hombre, que hizo su vida entre nuestra provincia y el conurbano bonaerense. Vendiendo golosinas puede juntar $400 por día, cuenta, pero “transpirando la camiseta”.

“Me crié en la calle pidiendo. Consumí, pero nunca paco. Probas eso y te mata. Prefiero un porro a un papel, porque no te esclaviza así. Acá pasa así: los changos vienen, están unas horas, juntan $50 y vuelven al barrio a comprar paco. Ese chiquito de ahí tiene 12 años, el que pide con las tarjetitas. Lo que le dan se lo va a fumar. Es un changuito del Trula. ¿Ves lo que duele? Que alguien del gobierno vea esto y actúe”, reclama.

Dejó la escuela de niño para trabajar y ayudar en su casa. A los 13 años se instaló, solo, en Buenos Aires. A los 14 conoció a su primer amor, en Avellaneda, y a los 15 fue papá. “A los 13 ya me hice punga, cuando aprendí a meter la mano. Quiero cambiar mi vida, perdí mi casa, mi mujer y mis hijos (tres viven en Buenos Aires y tres en la provincia). Cuando salí de la cárcel perdí a mi madre, que se enfermó de los riñones. Ahora vivo en la casa que era de ella”, explica. Quiere estudiar en un nocturno, para darle el ejemplo a sus hijos.

“No tengo vergüenza de cruzarme con amigos, mi vergüenza es saber que ellos saben que robé. Pero todos tenemos cosas. Quiero luchar para cambiar mi vida”, dice con convicción.

América y Belgrano, 18.30

En el cruce de avenidas de acceso a la zona oeste de la ciudad sólo hay un vendedor en una platabanda y un gazebo donde unas chicas venden bollos y tortillas al rescoldo. Cristian Álvarez, de 28 años, se dedica a la venta de golosinas en los colectivos por las mañanas, y desde las 17 también ofrece desodorantes para auto en la avenida América. 

“Empecé a los seis años, limpiando vidrios. Ahora trabajo a la mañana y a la tarde, para juntar más dinero porque no alcanza para comer. Así es mi vida”, describe con palabras cortas y voz tranquila. Nunca probó drogas ni se le cruzó la idea de robar, cuenta: “soy una persona sana”. El año próximo quiere dedicarse al estudio y completar la escuela.

“Tenés que bancarte todo porque falta plata. No pude conseguir trabajo porque no sé leer ni escribir. Acá estoy tranquilo porque hay pocos vendedores, somos pocos, contando a las chicas de los bollos”, explica.

Mate de Luna y América, 1.30

Un muchacho duerme, envuelto en una colcha, en la platabanda de Adolfo de la Vega y Mate de Luna. A su lado hay un limpiador de vidrios y una botella vacía. Con el pelo suelto y un cuellito rosa, M., una nena de seis años, pide dinero a los autos que esperan en el semáforo. Va a la escuela y está con dos de sus hermanos. Alerta, D., de 14 años, se acerca para saber quién habla con su hermanita. Tiene rasgos de niños pero gestos de adulto. En su rostro palidece la inocencia de la niñez.

“A veces venimos desde las 20, para ayudar a mi mamá. Ella ofrece tarjetitas y yo limpio vidrios. No somos ‘mugreros’ (se refiere a los padres que llevan a sus hijos a pedir), lo hacemos de vez en cuando”, explicó. “Ahora nos vamos, gracias”, saludan, mientras caminan a la esquina en la que las espera otro hermano.

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