El verdadero lenguaje de las almas
Está en todas partes. Es ubicuo, persistente y obstinado. Lo percibimos y padecemos. Lo enfrentamos a diario. Lo lloramos y también lo maldecimos. Sin embargo él ni siquiera se immuta. Al contrario: redobla su apuesta. Y crece. Es una hidra moderna. Un monstruo policéfalo que, al igual que su antecesora de la mitología griega, es capaz de generar dos cabezas por cada una que le cortan. Es una realidad, una mera y lúcida realidad: el ruido se ha vuelto parte insoslayable de nuestra vida. Nos acecha a través del estruendo imperdonable del tránsito. Nos persigue con la voz de esa nueva secta de desaforados que habla a los gritos por sus celulares en plena calle. Nos interpela a través de la música atronadora y los cantos frenéticos de las diatribas políticas. Nos noquea cada vez que encendemos la televisión. Nos sofoca. Nos atonta. Ese ruido, que envilece no menos que la basura desparramada, es uno de los factores que han convertido a San Miguel de Tucumán una ciudad agónica. Una ciudad que -va siendo tiempo de reconocerlo- es imagen y semejanza de su gente. Aunque tal vez la culpa no sea del todo nuestra. Porque la cultura del estruendo va más allá de nosotros mismos. Es, antes que nada, un siniestro “bien” colectivo. Un valor reivindicado en los medios de comunicación, en el transporte público, en el tono con que los políticos se dirigen a la gente y en los gritos de los funcionarios cuando dan un discurso. Hasta en las plazas -espacios frecuentados sobre todo por las familias- el ruido irrumpe de una manera impúdica, como si no hubiera otra opción para disfrutar del encanto que la música a todo volumen y la gritería colectiva.

Pero, en este tema, no se puede, no se debe, no conviene ser pesimista. Porque, como han comenzado a descubrir algunos expertos, el silencio, más que la ausencia de sonidos, es actitud. Ya hemos visto -y a estas alturas, asumido- que la ausencia total de ruido es imposible. Sería como tratar de caminar en silencio sobre una vereda tapizada de hojas secas. Por lo tanto, el desafío que tenemos por delante es saber convivir con ese barullo que enloquece; aprender a relacionarnos con él y, sobre todo, hacer el esfuerzo para no sumarnos a esa histeria global que hace generar aún más ruido. Dicho sea de paso: está clínicamente comprobado que bajar el volumen de nuestro día a día hace que durmamos más; estemos más descansados y rindamos plenamente. Además, permite que nuestro sistema inmunológico funcione mejor ya que, según los expertos, el estrés que produce el ruido no deseado aumenta los niveles de cortisol, una hormona que incrementa el índice de azúcar en sangre y que reduce la acción de las defensas naturales del organismo. En definitiva, poner nuestra vida diaria en modo mute nos hace sentir más felices. Es la bendición del silencio. De ese silencio que no significa mudez, sino más bien discreción. Y tal vez contemplación. Un silencio como el que aparece al amanecer y que ya casi nadie disfruta. “El camino hacia todas las cosas grandes pasa por el silencio”, decía Friedrich Nietzsche.

Así las cosas, ¿no sería maravilloso que en nuestras escuelas se educara también para ejercer el silencio? Que, por ejemplo, en vez de una estruendosa batucada se decidiera festejar un acontecimiento -una fecha patria, tal vez- con una cordial obra de teatro de creación colectiva en lugar de una murga. O con un ameno recital de baladas con mucho encanto y poca cumbia villera. Que les enseñemos a nuestros niños a ejercitar su creatividad en libertad y no que sólo aprendan a bailar samba por las calles muy ligeros de ropa, al ritmo de una murga estridente y sórdida. Que en vez de aturdir con un festival de alaridos en alguna plaza (¡viva el pan y el circo!), se festeje una fecha patria con alguna película al aire libre o una maratón de poesía a la luz de la luna. ¿Parece un deseo utópico? Tal vez sí. Pero, quizás hacer el intento sea una manera de acercarnos a esa utopía. Porque nos enfrentamos hoy al desafío de preservar nuestra integridad en un mundo que tiende a producir consumistas acríticos aturdidos por el ritmo de la vida moderna. Y donde hay aturdimiento no se puede pensar bien: la razón se extravía. En cambio, en el silencio, se fraguan las grandes cosas. Ese es el verdadero lenguaje de las almas. Tratemos de escucharlo de vez en cuando. A lo mejor encontremos en él la respuesta a todos nuestros desvelos.

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