El abuelo envenenador y la obra mágica

El abuelo envenenador y la obra mágica

Roberto Ibáñez inoculó a su nieto, Santiago García Ibáñez, con el bichito de la actuación. Y una pieza teatral los entrelazó para siempre.

INMORTALIZADOS. Abuelo y nieto, juntos en el teatro San Martín. fotos GENTILEZA VIKY IBAÑEZ INMORTALIZADOS. Abuelo y nieto, juntos en el teatro San Martín. fotos GENTILEZA VIKY IBAÑEZ
30 Junio 2015
Las entrevistas se hicieron por separado, en días distintos. Y sin embargo:

Roberto Ibáñez: me siento responsable indirecto de que mi nieto sea actor, le di el mal ejemplo.

Santiago García Ibáñez: yo soy actor como consecuencia de haber visto actuar a mi abuelo desde que era muy chico.

RI: Una vez fui a Tucumán a hacer una obra en la que actuaba de payaso. Recuerdo que me estaba maquillando en el camarín y de pronto lo miro a Santiago.

SGI: Él siempre cuenta la anécdota de una vez que se estaba maquillando en el teatro San Martín y yo lo vi en el camarín.

RI: Estaba paradito a mi lado, absolutamente embelesado.

SGI: Quedé hipnotizado viéndolo.

RI: Pensé uy, lo envenené. Pobre Santiaguito.

SGI: Desde ese momento él supo que me había picado el bicho.

Roberto -67 años- es el abuelo. Tucumán es hoy un referente lejano en su memoria, dice, pero acá ha nacido, acá se ha entregado dócilmente a la fiebre artística, acá se le ha metido la idea de perfeccionarse como actor en el mejor lugar posible. Y de acá ha partido -un día de 1974- a Buenos Aires. Ahí lo esperaba una formación sólida, una carrera prolífica, un merecido reconocimiento. Pero Roberto todavía no sabía nada de eso cuando aceptó su primer papel en teatro en la gran ciudad. Lo convocó Salvador Santángelo, director que lo había visto trabajar en Tucumán y que, en virtud de un reemplazo en la puesta a su cargo, quería aprovechar su talento. La obra es de Francisco Defilippis Novoa, ha sido escrita en 1930, se llama “He visto a Dios”.

Santiago -23 años- es el nieto. El arte es para él una cotidianidad y una herencia natural: su mamá, Viky, es actriz y directora; su papá, Freddy, es músico. Y está aquella otra referencia potente, la metamorfosis de un abuelo en payaso en las bambalinas del San Martín. “Fue fluyendo -dice Santiago acerca de su derivación en actor-. Nunca me lo planteé demasiado”. Pero a la hora de elegir una carrera sí pensó esto: que, como actor, quería perfeccionarse en el mejor lugar posible. Y de acá partió -un día de 2011- a Buenos Aires. Ahí lo esperaría un exigente ingreso en el Instituto Universitario Nacional del Arte (IUNA, hoy Universidad), la feliz noticia de su admisión y un trabajo -en una sociedad de bolsa- que ha aceptado sólo para sostener su estudio. Y también la oferta de un papel en teatro, el primero de su vida profesional. La obra es de Francisco Defilippis Novoa, ha sido escrita en 1930, se llama “He visto a Dios”.

Mismo punto de partida

Las razones de Roberto -también director, también dramaturgo- son simples: desde hace años anhela trabajar con su nieto (“no muchos actores pueden darse ese lujo”) y entonces ha readaptado su puesta iniciática, que ahora también será la de Santiago. “Esta obra tiene un gran significado para mí, a partir de ella encontré otros trabajos y me instalé en un lugar tan difícil como es Buenos Aires”, explica.

Los miedos de Santiago son comprensibles. “Siempre decíamos que queríamos trabajar juntos, pero no me animaba porque sabía de su calidad como actor. Subirse al escenario con alguien con tanta presencia conlleva el riesgo de desaparecer frente al público”, se sincera.

Lo hizo finalmente y en el mismo papel que otrora desempeñó su abuelo: el del hijo de Carmelo Salandra (interpretado este por Roberto). “Mi personaje es irrespetuoso e interpretar esa cualidad me costó mucho. Este chico cree que es superior a su padre y a mí no me ocurre eso con mi abuelo. Fue un proceso desarrollar esa seguridad”.

Las versiones pasada y presente de “He visto a Dios” funcionan como un círculo que Ibáñez quiere cerrar: después de esta temporada, asegura, clausurará su carrera actoral.

RI: Todos me dicen que no deje de actuar, que estoy loco. Pero también soy autor y tengo curiosidad por el cine. Para mí, por lo menos, es el cierre de una etapa.

SGI: Lo conozco a mi abuelo, sé que seguirá escribiendo y dirigiendo, pero lo hará desde el actor que es. Son costumbres que uno no se puede sacar.

RI: El teatro no es lo que era cuando comencé. Con 500 espectáculos por fin de semana en la Capital la convocatoria es complicada y, sin una platea llena, esto empieza a carecer de sentido.

SGI: Hoy sólo se puede hacer una o dos funciones por semana. El teatro comercial es el único que puede hacer más y a veces hasta ellos tienen que bajarse.

Roberto no sabe que su nieto ha dicho eso -las entrevistas se hicieron por separado, en días distintos-, pero coincide. “Hay mucha oferta, muchos teatritos en los que se encuentran cosas valiosas y otras que no lo son. Todos tienen derecho a probar, prefiero que los chicos hagan teatro a que hagan estupideces en la calle, aunque eso genera un entorno complicado porque no puede haber público para tal cantidad de espectáculos”, razona. “El teatro cambia porque la vida de las personas cambia: se está produciendo mucho y es más difícil la convocatoria -lo secunda Santiago-. Pero no sé cuál sería la solución”.

El abuelo tampoco sabe cuál es la solución. Y sin embargo:

RI: Cuando uno está poseído por el impulso artístico hace cosas o explota como una garrafa. Mi vida es eso, responder a esos impulsos. No encuentro otra pasión que no sea esta y estoy atrapado por ella.

SGI: Empecé a hacer teatro porque sentía que en esos momentos estaba más vivo que nunca, y hoy siento lo mismo. Uno siempre quiere ser niño y el teatro te da esa posibilidad: todos jugamos a que somos otros y los espectadores juegan a que nos creen. Y ese es un juego hermoso.

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