Todo lo que aquí se afirma es falso

Todo lo que aquí se afirma es falso

Desnudos y encadenados, vivimos esclavizados a las más absurdas contradicciones, propias y ajenas. Defendemos con fanatismo realidades paradojales, negras a la mañana, blancas por la noche.

La manoseada y enjabonada verdad es una mercancía, un commodity que negociamos según intereses caprichosos y mutantes, humores hormonales, o necesidades más urgentes.

Una paradoja, dice el diccionario, es una idea que se opone al sentido común y a la opinión general, que lleva implícita una contradicción. Y podríamos agregar que, a su vez, muchas veces puede encerrar una verdad.

Los griegos decían que una paradoja es un poderoso estímulo para la reflexión, por su efecto rebote, y por eso es utilizado a menudo por la filosofía para agudizar las contradicciones y revelar las aristas más complejas de la realidad.

Hay paradojas clásicas, como la que se le atribuye a Napoleón, quien una vez le habría pedido a su servidor: “vísteme despacio que estoy apurado”.

O populares, como la que sostiene que los dentistas atienden de día porque las muelas duelen de noche.

Muchas paradojas están todos los días entre nosotros y pasan desapercibidas, como por ejemplo:

Que pidamos silencio a los gritos.

Que exijamos respeto golpeando la mesa.

O que le ordenemos a un niño que se porte bien, con un cinto en la mano.

Existen cuatro tipo de paradojas. Las llamadas antinomias, cuyo resultado se contradice a sí mismo.

Las condicionales, que se usan para dejar en claro una toma de posición.

Las de definición, que son justamente todo lo contrario, porque sostienen una definición que es totalmente ambigua.

Y las paradojas verídicas, que a simple vista parecen absurdas pero tienden a demostrar de forma simple que son veraces.

También hay paradojas científicas, en la economía, en las matemáticas, en la física o en la lógica. Una de las más usadas desde hace décadas en los claustros universitarios para incentivar el debate entre los alumnos es la que afirma: “esta oración es falsa”. Si la oración es falsa este enunciado termina siendo verdadero. Pero si este enunciado es falso la oración jamás podrá ser verdadera. Por las dudas, no lo intente en casa, porque se sabe de discusiones que han terminado a los puños por culpa de esta frase.

Lo mismo con la que sostiene: “yo siempre miento”.

Las más complejas de entender quizás sean las que llevan implícitos valores éticos o morales:

Que muchos de los que rechazan el aborto aprueben la pena de muerte.

Que se opongan al uso del preservativo los mismos que dicen defender la vida.

Que haya más amor en la virginidad que en estar enamorado.

Que en algunas misas haya más delincuentes que en las cárceles.

Que los infieles pasen por astutos y los fieles por tontos.

Que en el horario de protección al menor se censure una teta pero no una masacre.

En el colmo del absurdo, no podemos mostrar aquello que nos da la vida, pero sí podemos ver decapitaciones, mutilaciones y asesinatos a cualquier hora.

Sobre la televisión, el humorista Groucho Marx fue autor de una gran paradoja: “la televisión es una fuente de cultura, cada vez que alguien la enciende me voy a otra habitación a leer un libro”.

Con sólo mirar a nuestro alrededor con un poco de detenimiento, vamos a comprobar que vivimos atados a enormes contradicciones.

Como que mentir sea tan sencillo y decir la verdad se pague tan caro.

Que al machista lo eduque una mujer.

Que los más serios sean tomados por responsables y los más divertidos por chantas.

Que los chismes, las maldades y las desgracias se difundan más rápido que los buenos actos.

Que al violento le digamos macho y al pacífico cobarde.

Que nos resulte más fácil sospechar que confiar, o que le demos más importancia a las diferencias que a las coincidencias.

Que gastemos más tiempo y esfuerzo en fingir que en hacer.

O que haya países que en nombre de la paz vayan a la guerra.

Existen muchos ejemplos paradojales en la política actual, un escenario donde el absurdo alcanzó niveles tan desopilantes que ya nadie se sorprende y por eso cualquiera afirma lo que se le de la gana y nadie lo cuestiona, ni aún cuando se sostiene que en Argentina hay sólo un 5% de pobreza. Por ejemplo:

Que este gobierno se compare obstinadamente con países cuyas políticas son diametralmente opuestas al “modelo”, como el crecimiento de Canadá y Australia, la presión tributaria de Dinamarca, la educación de Finlandia, la pobreza de Alemania, los salarios de España o los índices de confianza de Estados Unidos.

Todos países que están en las antípodas ideológicas del kirchnerismo. Al menos en “el relato”. Sin embargo, es el espejo convexo en el cual se mira permanentemente la Presidenta.

Es paradójico también que quien se autoproclama abanderada de los humildes luzca decenas de miles de dólares en joyas, carteras y zapatos, además de ser supermillonaria.

Que justamente sea el ministro más rico de la década el que sostenga que gobernará para los que menos tienen.

Que quienes hoy se definen como estatistas y antiliberales, hace 20 años privatizaron todo.

Que, por otro lado, varios de los que prometen ser el cambio vivan desde hace diez, 20 y hasta 30 años de la función pública.

Que los radicales afirmen que son la renovación.

Que los socialistas digan que vienen con nuevas ideas.

Que los liberales prometan justicia social.

Que los peronistas insistan con que son los únicos que pueden mejorar la vida de la gente… desde hace 70 años, de los cuales gobernaron 35.

Así llegamos a que las contradicciones tengan más militantes que la coherencia.

Que la Justicia sea el poder más injusto.

Que los bancos sólo autoricen créditos a quienes no los necesitan.

O que la mayoría de los representantes del pueblo viva en barrios cerrados y custodiados.

Tal vez deberíamos empezar a decir lo que pensamos, hacer lo que decimos y pensar lo que hacemos, o al menos intentarlo. Si no, es como cepillarse los dientes antes de comer.

Pensar antes de hablar, como siempre se dice y pocas se ejerce, antes de plantar posición, antes de criticar, antes de pelearnos. Porque como sostuvo el filósofo Arthur Shopenhauer, “el silencio es el grito más fuerte”.

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