Darse cuenta
Una joven de remera negra, calzas negras y una pollerita roja caminaba ayer a la mañana por la vereda de Tribunales, en la avenida Sarmiento. Pasó silenciosa en medio de policías y de personas que esperaban por trámites en el palacio de Justicia. La mayoría de los hombres la miraba llegar, pasar e irse; algunos con disimulo, otros con descaro. Si hubieran sido miradas láser, la hubiesen quemado por todas partes. ¿Qué se siente ser mirado con insistencia? ¿Cómo maneja uno la autoestima, sometido al escrutinio constante, como si fuera una especie extraña?

Ayer, ahí, sólo se trató de miradas. Nadie dijo nada, la joven siguió su camino, probablemente perseguida por cientos de ojos a lo largo de las veredas. Pero esto muestra algo de los hombres: una apropiación de un curioso derecho a mirar sin permiso, que no es razonado como pecado ni como agresión.

Sí se advierten las agresiones cuando aparecen las noticias de la crónica roja: no sólo en los informes sobre homicidios entre 2005 y 2010 en Tucumán -que señalan, por ejemplo, que el porcentaje de mujeres asesinadas a golpes -27,3%- es casi tres veces mayor que el de los hombres -10,3%-, y que el 48% de los homicidios está relacionado con violencia doméstica-, sino también la laxa reacción de policías y de la sociedad en general a la agresión contra mujeres, niños y ancianos.

De visibilizar eso se trató la marcha, en la que se vieron familias, hombres con niños, mujeres sencillas y complejas; audaces y tímidas; niñas, adultas y ancianas; artistas y performers, religiosas y laicas. De todo tipo. Visibilizaron un (des)trato que no se asume, al que las normas de este avanzado siglo no alcanzan a cubrir, siendo que este trato primario y cavernícola es anterior a la modernidad. Acaso con esto la sociedad empieza a darse cuenta.

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