La verdad del corazón
Se educa para progresar, para saber y también para ignorar. Para caminar con mayor confianza y, si todo sale bien, para poder mirar el mundo con otros ojos. Se educa para cumplir con una misión -que acaso se vislumbra misteriosa-, pero también se educa para poder vivir dignamente. Se maleduca; se instruye. Se adoctrina, se alfabetiza, se guía, se dirige, se enseña, se orienta y hasta se adiestra, se amansa y se amaestra. Se educa de muchas maneras. Pero casi nunca se educa para ejercer la compasión. Muy pocos recuerdan hoy las palabras de Mahatma Gandhi: “El hombre no es mero intelecto ni grosero cuerpo animal, como tampoco es corazón o alma solamente. Combinar armoniosamente las tres facultades es el requisito indispensable para formar al hombre entero”. Contundente pensamiento que vale la pena considerar de vez en cuando porque, para ser sinceros, algo le está faltando a nuestra sociedad. Se habla de una crisis educativa sin precedentes, de una caída en picada de los valores en las aulas y en los hogares y de una tristeza instalada en todos los ámbitos que parece no tener consuelo. ¿No será que está faltando compasión?

Cordial, al estilo griego

Durante la antigüedad clásica, la educación estaba centrada exclusivamente en el desarrollo de aquello que el corazón escondía. Era, por decirlo de alguna manera, una “educación cordial”. En la épica griega, por ejemplo, hasta la acción de los héroes estaba regulada por el corazón. Aquiles, Hércules, Atenea, Perseo, Héctor, Helena y Paris, entre otros tantos, se dejaban guiar por el corazón, más que por el cerebro. Más tarde, en occidente, aparecieron personajes cuyas acciones ratificaron esa premisa griega. El rey Ricardo de Inglaterra, por ejemplo, era conocido como “Corazón de León” porque tenía dos virtudes derivadas de la palabra corazón: coraje y decoro. Y, en la inolvidable tragedia de William Shakespeare, “El rey Lear”, la princesa Cordelia (nombre que significa “la del pequeño corazón”) acompañó a su padre en el esplendor y en la desgracia, precisamente porque tenía el don cordial de la compasión. En resumen, para los antiguos, el corazón era la esencia misma del hombre. En ese órgano -sostenían los sabios-, no sólo habitaba el afecto, sino también la inteligencia, el espíritu y el talento. A propósito, hay una maravillosa viñeta de Quino que resume esta particular visión, en la que aparece la inolvidable Mafalda con la siguiente frase: “Lo ideal sería tener el corazón en la cabeza y el cerebro en el pecho. Así pensaríamos con amor y amaríamos con sabiduría”. Conmovedor ¿no? Sobre todo si tenemos en cuenta que la neurología ratifica la existencia de una red de más de 40.000 neuronas relacionadas entre sí, que conforman lo que los médicos llaman “el cerebro cardíaco”. Esta red neuronal es tan sofisticada que otorga al corazón la capacidad de tomar decisiones y pasar a la acción independientemente del cerebro. Es decir que el corazón también puede aprender, recordar e incluso percibir.

Acumular saberes

Por eso duele comprobar cómo los colegios y escuelas de Tucumán se desecha tan mansamente la educación cordial. Hoy se busca acumular saberes, cifras y fórmulas, más que ejercitar a los estudiantes en las cálidas dimensiones del corazón. A los chicos se los está entrenando -con justa razón- para navegar hábilmente por la red, pero no se les enseña a ejercer la compasión como Cordelia; se los capacita para hacer y no tanto para ser como Ricardo Corazón de León. Se los intima a asumir desafíos vinculados al consumismo más atroz, en lugar de enseñarles a ser cada vez más desprendidos y solidarios. O, si se les enseña, esa enseñanza no parece dar frutos, lo cual ratifica hasta qué punto estamos perdiendo la partida en la construcción de una sociedad más digna. Y también explica por qué, a pesar de las netbooks repartidas en los colegios, de los planes sociales inclusivos, de los millones de pesos destinados al asistencialismo, la miseria y la violencia social siguen creciendo desaforadamente. ¿No será que falta más educación cordial? Hagamos la prueba. Dejémonos guiar por el corazón, hasta exclamar, como Pascal: “conoceremos la verdad no sólo por la razón, sino también por el corazón”.

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