Los candidatos en su laberinto

Los candidatos en su laberinto

Por Sergio Berensztein - Politólogo.

30 Mayo 2015
Nada personal: solo son cuestiones de negocios. O las contingencias de la puja política, que en la Argentina magnifica la lógica feroz, tan común en los profesionales del poder. Cuando quedan apenas 10 días para que venza el plazo para inscribir las alianzas electorales que competirán en las PASO del 9 de agosto, se acelera el proceso de toma de decisiones y se ponen de manifiesto los límites, la destreza, la fortaleza relativa y las inevitables miserias humanas que se multiplican en todo el espectro partidario. Quedan expuestas con total nitidez las preguntas sin respuesta y los cálculos más egoístas, así como los dilemas vinculados a la lógica organizacion al de los respectivos candidatos. Detrás de definiciones políticas que parecen coyunturales influye y limita un sistema partidario zombi y sin respuestas coordinadas, que nunca logró recuperarse del colapso en el que entró con la crisis de 2001. El kirchnerismo es la mejor expresión de la escuálida infraestructura institucional que sufre hoy la Argentina. Y su perseverancia y resiliencia, la causa de su perniciosa continuidad: en esta campaña nadie habla, como hizo CFK en 2007, de mejorar la calidad democrática. El silencio abarca, curiosamente, incluso a los candidatos de oposición, que parecen contentarse con participar de un debate por TV.

Hoy existe un elemento clave que divide el abanico de candidatos en dos: por un lado, aquellos que están respaldados por una gestión, los que ya están inmersos en la dinámica de la administración de la cosa pública; en el otro rincón, los que no tienen una gestión detrás o, al menos, no una de gran envergadura. Los segundos van quedando desdibujados, en términos relativos, a medida que se acerca la hora de las definiciones. El caso de Sergio Massa es el más elocuente: buena parte de su esfuerzo debe direccionarse a consolidar una estructura que agregue más elementos o apoyos. La situación es inversa a la de 2003: en épocas posteriores al “que se vayan todos” la gestión era, a diferencia de hoy, una condena que desgastaba a los protagonistas del proceso electoral. De hecho, no hubo candidatos importantes que estuvieran al frente de gobernaciones en distritos demográficamente grandes ni en cargos de primer nivel. Carlos Menem estaba en el llano, Elisa Carrió era diputada, Ricardo López Murphy había tenido una breve carrera ministerial, Rodríguez Sáa había renunciado a la gobernación de San Luis para ser un fugaz presidente y el propio Néstor Kirchner era un gobernador periférico de una provincia rica y demográficamente similar a un barrio promedio pequeño de la ciudad de Buenos Aires. En la coyuntura actual, con récords históricos de gasto público y de un intervencionismo extremo, los que no están efectivamente gobernando encuentran muchas dificultades para competir, para consolidar sus espacios y para proyectarse a nivel nacional.

En un análisis de los contendientes, el que más fácil la tiene es el oficialismo, aunque aún allí florecen las tensiones y reina la incertidumbre. Consecuencia de las ventajas, y de los costos, de entregarse a un verticalismo cuasi absolutista, sin antecedentes en esta convulsionada Argentina de la incompleta transición a la democracia. Manda Cristina: hace y deshace discrecionalmente, se da el gusto de manejar casi a su antojo la agenda del país y, en particular, la de su maleable y exageradamente dócil espacio político. Caracterizado tradicionalmente como un movimiento, el justicialismo ha quedado congelado frente el poder construido por Cristina. Su centralidad extrema no queda en absoluto interpelada por la presión que comenzaron a efectuar sus dos candidatos principales. Uno, Daniel Scioli, que siempre flirteó con la posibilidad de ser candidato, representa el aparato político más importante del país luego del Estado nacional, el de la provincia de Buenos Aires. El otro, Florencio Randazzo, desplegó un esfuerzo de gestión importantísimo con la seguidilla de anuncios relacionados con el sistema de trenes. La disminución del número de fórmulas actuó como un factor ordenador que disciplinó a la tropa y dejó en el primer plano a los candidatos más competitivos, que generan un efecto de retención en los propios y, al mismo tiempo, son receptivos para dar la bienvenida a buena parte del aluvión de apoyo que llega desde el Frente Renovador entre quienes comprobaron que, calculadora en mano, creen que Massa no tiene chances de llegar, al menos por ahora, a una segunda vuelta.

Por su parte, Macri compite desde la Ciudad de Buenos Aires, donde los esfuerzos de gestión no son menores. Se alió con la UCR que, aún debilitada, sigue siendo lo más parecido a un partido político moderno que puede mostrar la Argentina. El punto saliente es que, dentro de esta coalición, Macri no enfrenta un desafío serio por parte de los otros candidatos; así, es el principal contrincante del oficialismo.

Inmersos en sus laberintos, en la búsqueda de aliados y en la construcción de sus aparatos, preocupa que ningún candidato plantee la necesidad de pensar la transición hacia una Republica verdadera. Porque esta época poscataclismo de 2001 derrumbó muchos mitos, pero sobre todo uno: si se renuncia a mantener mínimos estándares de calidad democrática, si no se tiene empacho en evitar el diálogo y despreciar la búsqueda de consensos elementales (aún con dirigentes afines), no parece muy difícil garantizar un piso mínimo de gobernabilidad. Cristina resultó una líder eficaz de una versión posmoderna de lo que Juan B. Alberdi denominó “la República posible”: un esquema de democracia minimalista, anoréxico, personalista y estatizado. Lejos, muy lejos de cualquier pretensión de democracia deliberativa: participativa, abierta, transparente, orientada a la búsqueda de consensos para generar sustentabilidad y previsibilidad en las políticas públicas, respetuosa de la diversidad de ideas, del verdadero pluralismo.

Los principales candidatos viven horas determinantes para su futuro, pero ofrecen visiones lavadas, para nada sustanciosas, repetidas y superficiales de lo que pretenden para la Argentina. Esas son las reglas imperantes: se adaptan a la dictadura del marketing político mientras sus restricciones organizacionales fijan los límites de su tentativa proyección.

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