Cuentos de la selva

Cuentos de la selva

Sebastián Rosso | Archivo LA GACETA

23 Mayo 2015
Junto a la “Casita de Tucumán” y a un ingenio rodeado de cañaverales, la imagen de la selva es la representación casi inmediata que nos hacemos de Tucumán. La inmensa mayoría de las guías turísticas que invitan a visitar la provincia se apoyan en el verde intenso de las montañas. El trekking, el parapente, el mountain bike, y casi todas las variantes de actividades que ligan deporte o la salud a la naturaleza se desarrollan a la sombra del cerro. Es esa selva la que, creemos, nos diferencia de nuestros vecinos y es tan especial que llegó a darnos el nombre de “Jardín de la República”.

Aunque usted no lo crea, cuando Adolphe Methfessel publica su pintura “Bosque de laureles de Tucumán” en 1881, pone a la vista algo que hasta ese momento había sido sólo escenario de cuentos.

Entre los recién llegados españoles pronto se comenzó a difundir la idea de una selva tucumana, que constituyó más una imagen verbal que una visual.

Durante el siglo XVI, todos los cronistas hablaban de lo mismo: Pedro González del Prado cuenta que pasados los Andes hay “una tierra de arboledas y cerros y sierras muy ásperas, que íbamos abriendo el camino con azadones y hachas, que duraron dieciocho leguas, donde hay muchos ríos”. Pedro Cieza de León al llegar “a una provincia que ha por nombre Tucuma”, donde “hay en algunas partes montañas espesas”. Gerónimo de Bibar contaba que “hay muchas perdices y pescados, avestruces y víboras de seis metros de largo”. Pedro Sotelo de Narváez, ya a fines de 1500, visita una “tierra muy abundante de comidas, porque cogen de temporal, de regadío y en bañados” y “saca de maderas de cedro y nogales para todos los pueblos de la tierra”.

Incluso a fines del siglo XVIII, el viajero Concolorcorvo, que llega a Tucumán desde Santiago del Estero, atraviesa bosques de “árboles elevados y buenos pastos”, donde “la abundancia de buenas maderas les facilita la construcción de buenas carretas”.

El siglo siguiente, en medio de guerras sin cuartel, el “Monte de Famaillá”, verá derrotado a Juan Lavalle y el “Bosque de San Pablo” será el lugar de la emboscada que termina con la vida del gobernador Alejandro Heredia.

Un gran salto en la imagen que tenemos de esa selva vendrá de la mano del espíritu idealista del siglo XIX, cuando naturalistas del norte de Europa y criollos extasiados entran escena.

Imagen idílica

La imagen del bosque feraz da lugar a la imagen idílica del “jardín”. El historiador Carlos Páez de la Torre (h) cuenta (LA GACETA, 31/03/2011) que la denominación de Jardín de la República no tiene un autor identificable sino más bien parece haber sido un nombre usado popularmente. Esto lo desprende del libro descriptivo, editado en 1852, del embajador de Gran Bretaña, Woodbine Parish. Allí se cita por primera vez la frase y apunta que “con justicia merece la provincia de Tucumán su nombradía y apelación de Jardín de las Provincias Unidas”.

Pero esto es sólo el comienzo de los elogios. También Miguel Cané, con sólo 25 años, llegó a cubrir la apertura de la línea del Ferrocarril Central Córdoba, en 1876. Escribe en el diario “La Tribuna”: “laureles gigantescos, cuyo tronco formidable mide tres o cuatro metros de circunferencia, levantándose al cielo arrogantes y esbeltos; lianas y enredaderas monstruosas que los cubren por completo, cayendo desde su copa en brazos sueltos de cinco a seis pulgadas de espesor, meciéndose lánguidamente ante la acción del viento; miles de parásitos incrustados en el árbol y viviendo de la generosa vida del gigante, especies de cactus arraigados en la bifurcación de sus brazos”.

Tanto romanticismo iba a ser contrapesado por los científicos que, prácticamente en esos años, ya estaban recorriendo la Argentina. German Burmeister y el dibujante Adolphe Methfessel fueron dos de los más destacados. Ambos recogen datos de todo el territorio y muestran interés en la selva local. El primero, de origen prusiano, cuenta que al cruzar el río Marapa: “termina el bosque de los laureles” y luego “ya no encontramos este hermoso árbol”. El segundo, suizo de nacimiento, dibuja en los bosques, en la ciudad y en los valles calchaquíes, mientras no deja de enviar piezas a Buenos Aires para organizar un museo de Ciencias Naturales. Ambos saben que son sólo parte de una imparable máquina científica. Entre los varios libros que realizó, Burmeister, el “Vues Pittoresques de la Republique Argentine” vio la luz en 1881 y en su interior se publicó la pintura de la que hablamos al principio de este texto. La biblioteca de la Fundación Miguel Lillo conserva esta joya que, tal vez, sea la única completa del país, ya que los anticuarios cortaron las láminas para venderlas por separado.

Hoy


Alfredo Grau nos recibe y dice que “hace mucho tiempo que no existen esos naturalistas integrales como Darwin o Humboldt, o ilustradores naturales o culturales, como Methfessel”. Los herbarios se secan, se deforman y pierden su color. El dibujo es costoso. “Nos encaminamos hacia una biología donde los registros se hacen con imágenes digitales, grabaciones de audio, o secuencias de ADN”, explica.

Grau trabaja en el Instituto de Ecología Regional. Además, es profesor de Biología Vegetal en la Facultad de Ciencias Naturales e Instituto Miguel Lillo.

Se ha doctorado en Hamburgo, donde visitó el museo de Bellas Artes de la ciudad, siempre fascinado por las pinturas de Caspar Friedrich que posee. “No es sólo la imagen, me gusta la luz de esas pinturas; es un momento especial del día”, describe.

“Los primeros botánicos del noroeste argentino incluyeron al bosque de laurel en lo que definieron como selva tucumano-oranense, o tucumano-boliviana. El término yungas fue acuñado modernamente en los 70 por el botánico Ángel Cabrera, de la Universidad de la Plata, quién estableció la clasificación de regiones biogeográficas de Argentina que se acepta actualmente”.

En la actualidad Tucumán debe tener unas 300.000 hectáreas de bosques, donde el laurel está presente.

El profesor se guarda para el final un análisis. Mira la obra de Methfessel, a la que sin dudas estudió como a sus plantas: “Podría ser la zona de San Javier en una vista tal vez hacia el oeste o el sudoeste”. Tiene una corrección para hacerle: el laurel, cuyo nombre científico es Cinnamomun porphyrium (de la familia de las lauraceas), es un árbol enorme, pero “aunque a veces se encuentran ejemplares altos y rectos, los laureles son de copa amplia, ramas enormes, abiertas y por largos tramos horizontales, lo que facilita el establecimiento de numerosas epífitas. Tal vez Methfessel ilustró horco molles, que crecen con frecuencia junto a los laureles y tienen el tronco más recto”.

Los naturalistas se tienen que apegar a todos los datos posibles. Sin dato comprobable no hay verdad y la ciencia es la búsqueda de la verdad. Pide que nos fijemos en la luz y en los colores de la pintura. “Es el atardecer porque la luz viene muy cruzada, de derecha a izquierda, casi con seguridad desde el oeste, si lo que vemos al fondo es el perfil de la montaña. Podríamos decir que fue hecha en otoño (o primavera), porque los árboles han perdido ya el verde intenso del verano y porque si fuera verano, el sol se estaría perdiendo directamente detrás del cerro, y muy probablemente estaría nublado a la tarde… o lloviendo”, concluye.

Tamaño texto
Comentarios
Comentarios