Por Carlos Páez de la Torre H
19 Mayo 2015
ANTIGUA COSECHA. Un pelador acondiciona las cañas en un carro tirado por mulas, en esta foto de la década de 1930. la gaceta / archivo
No se ignora que la tecnología ha cambiado de raíz la manera de cosechar la caña de azúcar. En uno de sus poemas, el tucumano Manuel Aldonate (1919-1993) compuso un adiós a todo lo que quedaba en desuso.
En un viejo galpón, escribía, “penden colgadas y reunidas en desorden/ las antiguas herramientas de la zafra azucarera, / palas, azadas, machetes y un arado de mansera./ Inserto en la vieja vaina lustrosa de añoso cuero/ duerme el cuchillo cañero, el de catorce pulgadas,/ recordando unos puños de algarrobo que aprisionaron su cabo/ en las frías madrugadas de la escarcha y de la caña”.
Y afuera, “por los potreros cercanos, jubilados por precarios,/ pastan los viejos bueyes, las mulas enceguecidas/ y los caballos que antaño fueran muy buena tropilla/ y alguna vez dieran lustre a sus jinetes camperos/ que con el látigo al aire, bandera de la protesta,/ anduvieron por cuadreras, carnavales y entreveros”.
También, “tumbado como de espaldas y con su pértigo al cielo,/ aquel carro de madera, osamenta de otro tiempo,/ que con sus llantas enmohecidas por la lluvia y el rocío/ parece un gran monumento levantado en pleno campo/ al esfuerzo y sacrificio de aquellos nuestros abuelos”.
Decía que “mi llanto es de duelo profundo por lo que ya ha acontecido,/ por las viejas herramientas y los enormes cuchillos/ que se quedaron atrás con zafras de tiempos idos/ durmiendo un sueño de hierro, de metal ya sin sentido,/ allá en los viejos galpones donde quizás aún transita/ en noches de plenilunio la figura secular/ de aquel Obispo argentino rezando alguna oración,/ para que el llanto del hierro luego se vuelva canción”.
En un viejo galpón, escribía, “penden colgadas y reunidas en desorden/ las antiguas herramientas de la zafra azucarera, / palas, azadas, machetes y un arado de mansera./ Inserto en la vieja vaina lustrosa de añoso cuero/ duerme el cuchillo cañero, el de catorce pulgadas,/ recordando unos puños de algarrobo que aprisionaron su cabo/ en las frías madrugadas de la escarcha y de la caña”.
Y afuera, “por los potreros cercanos, jubilados por precarios,/ pastan los viejos bueyes, las mulas enceguecidas/ y los caballos que antaño fueran muy buena tropilla/ y alguna vez dieran lustre a sus jinetes camperos/ que con el látigo al aire, bandera de la protesta,/ anduvieron por cuadreras, carnavales y entreveros”.
También, “tumbado como de espaldas y con su pértigo al cielo,/ aquel carro de madera, osamenta de otro tiempo,/ que con sus llantas enmohecidas por la lluvia y el rocío/ parece un gran monumento levantado en pleno campo/ al esfuerzo y sacrificio de aquellos nuestros abuelos”.
Decía que “mi llanto es de duelo profundo por lo que ya ha acontecido,/ por las viejas herramientas y los enormes cuchillos/ que se quedaron atrás con zafras de tiempos idos/ durmiendo un sueño de hierro, de metal ya sin sentido,/ allá en los viejos galpones donde quizás aún transita/ en noches de plenilunio la figura secular/ de aquel Obispo argentino rezando alguna oración,/ para que el llanto del hierro luego se vuelva canción”.
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