Eduardo Romero, un "Gato" con mucho mundo

Eduardo Romero, un "Gato" con mucho mundo

Hizo una carrera deportiva increíble, pese a que la inició a los 29 años. Un cordobés con buena onda y muchas historias

EN TUCUMÁN. Romero se mueve como pez en el agua en las canchas de la provincia. Aquí, siempre que viene, el cordobés se siente local. la gaceta / foto de carlos werner (archivo) EN TUCUMÁN. Romero se mueve como pez en el agua en las canchas de la provincia. Aquí, siempre que viene, el cordobés se siente local. la gaceta / foto de carlos werner (archivo)

El 17 de julio de 1954 nació Eduardo Alejandro Romero, a quien el paso del tiempo y el golf le habrían de “quitar”, prácticamente sus nombres. Hoy, el mundo lo llama “Gato”. Lo que sigue es un diálogo extenso, ameno, revelador con un deportista que también casi que perdió su condición de cordobés para convertirse en ciudadado del mundo

- ¿Por qué el golf en su vida?

- Porque estaba en mis genes. Mi papá lo jugó toda la vida, mi tío también (se hizo profesional), tenía otro tío que era master caddie, otro que trabajaba en una cancha, otro que lo hacía en los vestuarios. Todos los Romero eran así, hombres de golf, y yo seguí todo eso. Somos de Villa Allende, al frente de la cancha de golf, a 18 kilómetros del centro de Córdoba. Siempre estuve relacionado a este deporte. Mi papá era caddie y profesor, yo le ayudaba a dar clases. Trabajaba en una carpintería por la mañana, luego hacía algo de jardinería y por la tarde me iba al golf. Nunca me quedé quieto. Pero “ni ahí” me imaginaba que iba a viajar por todo el mundo con este deporte. Ni siquiera pensaba en que podía vivir de él. Yo practicaba golf porque lo amaba. Con el paso del tiempo, vislumbré la posibilidad de vivir de esto, pero dando clases, no de otra manera.

- Empezaste a jugar a una edad en la que otros ya piensan en retirarse...

- Es verdad. Empecé a los 29 años, en Córdoba. Uno de los primeros torneos que jugué afuera fue el Abierto del Norte, en Tucumán, en 1974. Algunos me dicen ‘mirá si hubieras empezado antes’. Pero no sé si eso hubiera cambiado las cosas. En definitiva, cada uno tiene sus tiempos.

- ¿La tuya fue una carrera meteórica?

- Fue muy rápida. Fui ascendiendo posiciones con velocidad. Recuerdo una invitación a jugar a Francia, salí 3° en un torneo que ganó Bernhard Langer. Ahí nomás jugué otro torneo y volví a salir tercero. En 1985 me fui a EE.UU. a jugar el Tour, y después me instalé en la Escuela de Europa. No me moví más; mantuve la tarjeta aún hasta hoy.

- ¿Por qué “Gato”?

- En Córdoba el que no tiene sobrenombre no tiene vida, no existe. Me lo puso un amigo, Alejandro Quevedo, cordobés pero que vivió mucho tiempo en Buenos Aires. Y me lo puso porque él decía que siempre hacía lo mismo en los torneos: el primer día estaba atrás, el segundo día acechaba, el tercero me ponía al lado y al cuarto saltaba encima. “Eso es típico de un gato”, me dijo. “Ahí viene el gato, el gato”, decía en voz alta y me quedó nomás. Hoy en todas partes del mundo me conocen por ese apodo.

- Como cordobés debés tener buen humor...

- Soy un tipo de buen humor. El cuento, el chiste, nunca faltan. Y me encargué alimentar eso. Por caso, había una pulpería a la que iba mi padre (Alejo, ya fallecido) cuando era joven, cuyo dueño actual tiene casi 90 años y trabajó toda la vida en ese lugar. Todavía existe. Solemos ir con “El Pato” Cabrera, a veces lo llevamos a “Pigu” Romero. Allí todavía venden azúcar y fideos sueltos, que se cargan con una palita metálica. Hay alpargatas, ollas, calentadores, mecheros, en fin. Y ahí vamos casi siempre para pasar un buen momento. La mayoría de los que se junta es caddie, o ex caddie. Y ahí sale el cuento, la historia. Con decir que en ocasiones fueron “Cacho” Buenaventura, “El Negro” Álvarez, escuchan y sacan cosas que después ellos cuentan en sus espectáculos.

- ¿Recordás tus primeros pasos?

- Me fui a Salta en 1977, necesitaban un profesional y me quedé tres años. Eran tiempos difíciles. Como no había muchas clases para dar, me dedicaba a practicar. A ese tee del hoyo uno le hice una zanja de tanto jugar pelotas. En 1980, me fui a jugar en Córdoba: anduve bárbaro y terminé tercero. Mi papá no quería que juegue, prefería que siga dando clases. Decía que era difícil, muy duro. Pero logré ese tercer lugar, se entusiasmó él y me entusiasmé yo. Entonces me dijo “vamos a practicar un año y vamos a ver qué pasa”. Lo hice. En marzo de 1983 gané mi primer torneo profesional en La Cumbre. En septiembre se jugó el Abierto en Buenos Aires: empaté la posición con Florentino Molina, fuimos a play-off y gané. Con los años, fui campeón de ese certamen siete veces. Fue allí cuando se me acercó alguien a decirme que, si quería, me conseguía un auspiciante para ir a jugar al extranjero y ahí nace la historia grande. Corría 1984. Cinco años después de estar afuera gané el trofeo Landcome. Después de eso y gracias a esa actuación me entregaron el Olimpia de Oro: me acuerdo que se los gané a Diego Maradona y a Gabriela Sabatini por un voto.

- Con tantos viajes, seguro hay historias para contar...

- Una vez iba camino a jugar la Copa Dunhill a Escocia; iban a participar personalidades de Hollywood. En el aeropuerto de Londres esperaba para ir a Edimburgo y aparece un señor con anteojos y una gorrita negra, que me empezó a mirar. En eso veo que aparece una mujer corriendo, le da un beso y se saca una foto. Y luego otra y otra. Me preguntaba quién era, me dijeron: es el actor Don Johnson. Entonces me hice el canchero, como que lo conocía. Él me saluda y me sorprende: “hola ‘Gato’ Romero, te conozco, te vi jugar en EE.UU. Estoy enamorado de tu swing, lo tengo grabado”, me dijo. No pasó mucho para nos hiciéramos amigos.

- ¿Qué otras estrellas conocés?

- Ufff... Clint Eastwood es muy amigo. Una vez estaba Michael Douglas siendo asediado por la gente. Que fotos, que autógrafos. Él me conocía y me vio. Dejó todo y empezó a hablar de golf, de swings, de slices. También jugué muchas veces con Sean Connery, que es un golfista de la gran siete. Una vez fui a la casa de Ronald Reagan y charlamos mucho sobre el golf. En realidad conozco a muchísimas figuras, pero no lo ando contando a todos por ahí, porque no soy esa clase de persona.

- ¿Excentricidades vividas?

- Una vez fuimos con Adán Sowa a jugar un torneo en Indonesia y estábamos dentro de un salón en el que había banderas de todos los países intervinientes. En el camino estaba el rey sentado, con una sombrillita que lo protegía y una soga dorada alrededor de él. No sabíamos que no había que tocarlo, pero nosotros fuimos a saludarlo, a darle la mano, un abrazo. No sabés la guardia cómo se puso. Rompimos el protocolo. ¡Nos querían matar!

- ¿Sos feliz con el golf?

- Me dio mucho, pero también me quitó cosas. Todo tiene un precio, es lo uno o lo otro. Por ejemplo, estar con la familia: tengo una hija, Delia Dolores, de 31 años y sólo estuve en diez de sus cumpleaños. Ella ya me dio un nieto, Eduardo. Entre las cosas que me dio, está que aprendí idiomas. Al francés y al inglés los hablo bastante bien y sé un poco de italiano. También me brindó una posición económica, la chance de poder viajar por el mundo, de conocer gente que jamás hubiera podido sin él: reyes, jeques, emires, presidentes, reinas.

- ¿Sos de transmitir valores?

- Yo tuve la suerte de tener padres que me enseñaron valores de vida y eso para mí es hoy un tesoro que guardo. Y esas cosas se las transmití a mi hija. Mi “viejo” siempre trabajó en Renault, era matricero, se levantaba a las 4, terminaba y de allí se iba a dar clases de golf. Más allá de eso, cuando íbamos a comer nos enseñó a lavarnos las manos, a estar peinados, bien puestos. Esas cosas educaban, eso ya casi ni existe hoy. Yo soy de respetar. Me pasó muchas veces en Villa Allende de ir a una carnicería, a una farmacia, y hacer cola para ser atendido. Hoy está todo muy difícil, hay generaciones de familias que no han trabajado, sólo vivieron de planes sociales y son postergados desde lo educativo. Peor aún, perdieron valores. Un grave problema argentino es la falta de educación.

- ¿Tu nieto sigue la tradición familiar?

- Claro, y tiene 6 años. Tiene un gran swing. Lo lleva mi tío que da clases en un driving que tenemos con Cabrera en Córdoba. El tipo va, pega, juega, lo hace por gusto, no porque alguien se lo haya sugerido. Yo le digo que, antes que jugador de golf, sea buena gente. Ando para todos lados con él y me veo siguiéndolo de grande.

- Además de deportista, tenés una faceta de escritor...

- Saqué un libro, me salió bastante bien. Siempre leí, pero escribir es otra cosa. La historia argentina me encanta. También leo cosas de autoayuda. Lo mío es autobiográfico, cuento desde cuando era un chico que tenía zapatillas rotas para ir al colegio. La esencia, el mensaje, es de que se puede. Yo siendo caddie, no terminé la escuela secundaria (hice hasta 5°) y cuento cómo se puede llegar igual. Mejor si se llega a la universidad, y si no se puede, el mundo no está perdido. Pregono que este es un deporte sano y digo: quien hace trampa en el golf, lo hace en la vida. Es una filosofía en la vida.

- ¿Cómo te gustaría que la gente se acuerde de vos?

- Como un apasionado por naturaleza. Cuando algo me gusta, no lo dejo. Ahora me estoy metiendo en política, pero tranquilo. Quiero contribuir al deporte argentino. Tengo 60 años, ya el cuerpo no me responde tanto, no me dan ganas de ir a practicar como antes. Viajé 43 años. Y si bien no fumé ni tomé en toda mi vida, el tiempo pasa y deja sus huellas.


Sobre Pigu

“En el exterior siempre me preguntan si ‘Pigu’ Romero es sobrino mío, porque ven el apellido que es igual. Yo explico que él es del norte y yo del centro. Nos llevamos muy bien, formamos parte en su momento del mismo grupo que manejaba mi carrera. Lo conocí de chico, era mi caddie cuando yo venía a practicar. Lo ví jugar por primera vez en Alpa Sumaj, lo hicimos juntos. Jugó bien, pero al torneo lo gané yo. Al terminar, aconsejé a la gente que lo cuide, lo apoye, porque le vi futuro. Quienes estamos desde siempre en esto tenemos ojo para el talento. De él vi la actitud, cómo le pegaba, cómo jugaba en distintas situaciones que se le planteaban.”

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Una historia con sabor a empanadas

“Desde hace unos 20 años, Sandra, la madre de Matías Kranevitter, me hace empanadas de mondongo. No me las pierdo nunca, soy fanático de ellas. Esto empezó porque en Córdoba tenía una vecina tucumana, a cuya casa solía ir siempre. Y hacía empanadas muy ricas. Y me quedó ese recuerdo. Un día estaba jugando en Tucumán cuando en un costado de la cancha había una mujer que se presentó como hermana del “Sapo” Costilla. Me crucé por la alambrada del club y me fui a saludarla. Charlamos y me pregunta si me gustaban las empanadas. “Claro” le dije, “y más de mondongo”. “¿En serio?”, me dijo. “Quiere comerlas mañana”; “Sí por supuesto”. Ni sé cuántas me comí. Y así comenzó esta costumbre. Yo le doy para los insumos y para la mano de obra. Cuando llego a su casa siempre es igual: la mesa puesta con los papelitos para no mancharse, las sillas limpitas, el patio regado, un vinito. Mi historia con las empanadas tucumanas es casi pasional: llegué a comerlas incluso en Inglaterra.”

El paracaidista

“En 1975 empecé el servicio militar. Eran dos años entonces. En la época del Operativo Independencia estuve en Tucumán. Formaba parte de un grupo comando de Infantería Aerotransportada con base en Córdoba. Era francotirador, paracaidista, tengo como 30 saltos de combate, libres, nocturnos de 300 metros, con perros. Estuvimos tres meses. Así conocí Tucumán. Nos alojábamos en el 19 de Infantería. Recuerdo que participé de combates, uno de ellos en Acheral. Cuando ya estaba por salir de eso, llegó el golpe de Estado del ’76. Los viejos tuvimos que quedarnos a instruir a los nuevos.”

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