Un dramático tiro de boleadoras

Un dramático tiro de boleadoras

El diestro gaucho trabó las patas del caballo del general José María Paz, quien cayó prisionero justo cuando era el más peligroso adversario de Juan Manuel de Rosas

CERTERAS BOLEADORAS. Fotografía, tomada en 1895, del artefacto que se usó para derribar la cabalgadura de Paz. El trenzado tiene 1,84 m. de largo. CERTERAS BOLEADORAS. Fotografía, tomada en 1895, del artefacto que se usó para derribar la cabalgadura de Paz. El trenzado tiene 1,84 m. de largo.
Hoy en día, las boleadoras sólo se ven, con su cuero viejo y reseco, colgadas en la pared de los museos. Parece difícil pensar que, durante siglos, constituyeron una temible arma arrojadiza, indispensable para los hombres del campo argentino. En los cerros tucumanos, eran conocidas como “libes”.

Las habían inventado los indígenas y, al comprobar su eficacia, los jinetes criollos adoptaron con rapidez el artefacto, formado por dos o tres piedras retobadas (es decir, envueltas en cuero), que colgaban de gruesos tientos trenzados.

Francisco Javier Muñiz, calificó a las boleadoras de “arma terrible en manos de los campesinos, cuando persiguen a caballo”, ya que cazaba a la perfección a los animales y también a los seres humanos, según el caso. “El hombre solo e indefenso que se ve repentinamente asaltado en medio del campo, aunque montado ventajosamente, caerá en manos de sus verdugos si logran aprisionar su caballo con las bolas”, agregaba Muñiz.

Arma para temerle

Por eso, en las guerras de la Independencia y en las civiles, además del fusil, la lanza o el puñal, los soldados llevaban, amarradas sobre el lado derecho de su montura, las boleadoras. Cuando las necesitaban, las extraían velozmente de un tirón, las hacían dar vueltas en el aire y las lanzaban sobre su objetivo. Al chocar con este, los tientos se enrollaban con fuerza a su alrededor y tumbaban la presa. Una copla recogida por Antonino Lamberti profetizaba: “con gambetas y cabriolas/ se puede alargar el plazo,/ pero en fin, si falla el lazo/ no escapamos de las bolas”…

Así, en el armamento de los gauchos y de los soldados criollos, las boleadoras tuvieron destacado papel. Y hubo un momento que les dio importancia crucial. Ocurrió durante la enconada guerra que se libraba entre los “unitarios” y los “federales”. El asunto figura, citado de paso, en todos los libros de historia. Merecen contarse sus detalles.

La “Liga del Interior”

Había comenzado mayo de 1831. En esos momentos, el general José María Paz, oriundo de Córdoba, era el más serio enemigo que el régimen de Juan Manuel de Rosas tenía en el interior del país. Entre 1829 y 1830, el cordobés había vencido a la fuerza federal de Juan Facundo Quiroga en las dos batallas de La Tablada y en la de Oncativo, y había formado la llamada “Liga Unitaria” o “Liga del Interior”. Integraban esa coalición Córdoba, Catamarca, Salta, Jujuy, Tucumán, La Rioja, Mendoza, San Luis y San Juan. Sostenía la necesidad de dar una organización constitucional al país.

Por su lado, las provincias federales de Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes, lideradas por Rosas, organizaron en 1831 la “Liga del Litoral”, fundada sobre el denominado ”Pacto Federal” que suscribieron. Y de inmediato, sus ejércitos entraron en campaña contra Paz. Bajo la jefatura suprema del santafesino Estanislao López, los generales eran Quiroga, Juan Ramón Balcarce, Ángel Pacheco y Juan Felipe Ibarra.

En marcha

Pero Paz tenía confianza en sus bien organizadas tropas y en su sentido estratégico, y se preparó para enfrentarlos. Ese mes de mayo, estaba acampado con el ejército en Córdoba, en la localidad de El Tío, y meditaba sobre sus próximos pasos. Sabía que López venía contra él y que proyectaba reunirse con Balcarce para operar. El plan de Paz era caer atacarlo inesperadamente, antes de que se produjera ese contacto .

Para lograr la sorpresa, narrará en sus memorias, “procuré ocultar mis marchas cuanto fuese posible”. Hasta ese momento, no habían ocurrido encuentros de significación. Pero por toda esa zona campesina de Córdoba merodeaban, cuenta Paz, partidas de federales que no eran de cuantía, “sin que por eso dejasen de incomodarnos”.

El día 10, decidió empezar a moverse contra el enemigo. Se puso al frente del regimiento 5 de Cazadores, y esperaba que de un momento a otro llegara la caballería del coronel Juan Esteban Pedernera, para colocarse a la retaguardia. Pedernera estaba demorado, y esto fastidiaba a Paz: hubiera querido que formase en la vanguardia.

Ver en persona

La columna anduvo unas tres leguas por un camino estrecho, que los obligó a internarse en un bosque. Iba cayendo la tarde y no habría más remedio que frenar la marcha cuando empezara a faltar la luz. Sobre esto cavilaba Paz, cuando oyó un cerrado tiroteo.

Pensó que una de sus partidas se estaba enfrentando con alguna de los federales, y se propuso dar a ésta un escarmiento y dispersarla, para que no pudiera informar a López de sus movimientos.

Pero antes, quería saber exactamente lo que ocurría. Envió con ese fin al comandante Camilo Isleño y a Polonio Robles, además de mandar un mensaje a Pedernera, ordenándole que apurase la marcha de su caballería. Y para que, una vez llegada pudiera actuar de inmediato, cuenta que “resolví aproximarme en persona al teatro del combate y esperar allí a la caballería”. Por supuesto, suponía que iba a encontrarse antes con las partidas de su bando.

“Casi solo”

“Estaba casi solo, es decir sin mis ayudantes, a la cabeza de la infantería que mandaba el coronel Larraya, y al separarme adelantándome, me siguió solamente un ayudante, un ordenanza y un viejo paisano que guiaba el camino”, escribe Paz. El baqueano le propuso acortar el trayecto por una senda. Paz aceptó, sin sospechar que de ese modo, en vez de acercarse a los suyos, se dirigía directamente al flanco de la guerrilla enemiga.

El tiroteo ya se oía con mayor nitidez, por la proximidad. Paz, convencido siempre de que estaba cerca de sus hombres, mandó al ordenanza que se adelantara para informarles de su presencia. Pasó un rato, el ordenanza no volvía, y el impaciente general despachó entonces al acompañante que le quedaba, el teniente Arana, con el mismo mensaje.

Al galope

Partió Arana y el general lo siguió lentamente. A la salida del bosque, divisó un grupo de jinetes. En el centro estaba Arana, y oyó que les decía, señalándolo: “allí está el general Paz, aquél es el general Paz”. Ante esto, siguió aproximándose, seguro, dice, “de que aquella tropa era mía”. Además, veía que llevaban divisas blancas y no las de color punzó de los federales.

Pero advirtió que dos sables estaban sobre la cabeza de Arana, como en actitud de amenaza. Por su mente pasaron ideas confusas. ¿Es que no habían reconocido al teniente? ¿O se trataba de una de esas bromas pesadas de los militares? De pronto, tuvo la certeza de que se trataba de enemigos.

Hizo dar vuelta a su caballo y partió al galope en dirección contraria. Oía gritos que le pedían que hiciese alto y, entre ellos, uno que, “con la mayor distinción”, clamaba: “¡Párese, mi general; no le tiren, que es mi general; no duden que es mi general!”, y otras voces por el estilo.

Fatal regreso

Esos gritos lo hicieron cambiar de idea, mientras galopaba. Llegó a pensar que acaso fueran gente suya, al fin y al cabo; y que no lo reconocían porque ese día, ante la baja temperatura, se había puesto “un gran chaquetón nuevo, con cuyo traje nunca me habían visto”. Entonces, le pareció que era una vergüenza aparecer fugándose delante de sus hombres.

Narra que “tiré las riendas a mi caballo y, moderando en gran parte su escape, volví la cara para cerciorarme”. Fue en ese momento que “uno de los que me perseguía, con un acertado tiro de bolas, dirigido de muy cerca, que inutilizó mi caballo, me impidió continuar la retirada”. La cabalgadura “se puso a dar terribles corcovos, con los que, mal de mi grado, me hizo venir a tierra”.

Cuando se levantó, estaba rodeado por más de una docena de hombres que lo apuntaban con carabinas. Tuvo una última esperanza de que fueran de su tropa, y les preguntó a qué unidad pertenecían. Supo entonces “que eran enemigos y que había caído de modo inaudito en su poder”.

En sus memorias, recordaría amargamente que “todo fue obra de pocos instantes; todo pasó con la rapidez de un relámpago; el recuerdo que conservo de él se asemeja al de un pesado y desagradable sueño”.

Final en Tucumán

Lo que ocurrió después, es conocido. El ejército de la Liga del Interior quedó descabezado, a órdenes del general Gregorio Aráoz de La Madrid y luego a las del general Rudecindo Alvarado. Se retiraron al norte. El 4 de noviembre de 1831, la fuerza fue destrozada por Quiroga en la batalla de La Ciudadela de Tucumán, lo que significó el final de la coalición antirrosista.

En cuanto a Paz, le esperaban ocho años de prisión en un calabozo de la Aduana de Santa Fe. En 1839, Rosas dispuso liberarlo, a condición de que permaneciera en Buenos Aires. Logró fugarse Paz a la Banda Oriental en 1840, y volvió a luchar contra Rosas. El gobernador de Corrientes, Pascual Ferré, le confió un ejército, con el cual batió a los federales en la batalla de Caaguazú.

Pero no se entendió con Ferré y pasó a Montevideo. Actuó en el sitio y después empezó su peregrinaje: Río de Janeiro, vuelta a Corrientes, Paraguay, otra vez Río de Janeiro. La ninguna simpatía que le dispensaba Urquiza, le impidió participar en la batalla de Caseros. Terminó sirviendo a la rebelde Buenos Aires en el sitio del general Lagos y fue su ministro de Guerra, por breve tiempo. Murió en la ciudad porteña, el 22 de octubre de 1854.

Aquella boleadura

Juan B. Terán comenta lo que significó, para la historia argentina, aquella boleadura de caballo, que sacó de escena al más hábil general en un momento culminante. A su juicio, solamente Paz podía haber organizado los pueblos entonces. “A no ser aquella proeza feliz del gaucho de la partida, quizá la Constitución Argentina tuviera veinte años más de vida y fuera el general Paz el primer presidente de la República”, reflexionaba.

“Símbolo era de los dolores de aquella gestación tenebrosa de treinta años; de la pugna por pasar de la edad guerrera a la civil; del feudalismo a la centralización; de la vida pastoril a la agrícola (el revés transitorio de la ciudad incipiente vencida por el desierto y sus instintos), este juguete bárbaro y lleno de añoranzas de la vida libre y púgil de la pampa, que al trabar y rendir el palafrén de un general, hacía claudicar la marcha de una serie de pueblos”.

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