Todo lo pavimentado se desvanece en el agua

Todo lo pavimentado se desvanece en el agua

La Justicia ha ratificado la nulidad de media Constitución alperovichista y las inundaciones han confirmado la nulidad de casi toda la gestión oficialista

“Así como todos los ciudadanos están a la misma distancia de la Constitución para acatarla, están igualmente habilitados para defenderla cuando entienden que ella es desnaturalizada”. Voto de Ricardo Lorenzetti y Juan Carlos Maqueda en el fallo de la Corte Suprema de Justicia que confirma la legitimación del Colegio de Abogados de Tucumán para llevar a juicio la tarea de la Convención Constituyente de 2006.

Al reproche institucional contra la deleznable manera alperovichista de hacer la reforma de la Constitución de Tucumán ya no le quedan instancias. Que perpetraron contra la Carta Magna provincial lo peor que puede hacerse en contra de un digesto supremo es, ya, una certeza inapelable.

La Corte nacional confirmó el martes pasado el fallo “Colegio de Abogados”, que fulminó dos atrocidades de la Ley de Leyes engendradas por el oficialismo. Por un lado, ese estrago doloso que consistía en delegar en el Ejecutivo la conformación del Consejo Asesor de la Magistratura, es decir, en autorizar a la Casa de Gobierno a hacer, a golpe de decretos, todo cuanto quisiera en materia de selección de candidatos para cubrir las vacantes del Poder Judicial tucumano.

Por otro lado, la abominación de la “enmienda legislativa”, instituto por el cual el Poder Legislativo podía modificar el texto de la Ley Fundamental mediante normas sancionadas con una mayoría especial, que luego serían sometidas al voto popular.

No es verdad que este Gobierno nunca pensó en la reelección indefinida: siempre la tuvo en mente, sólo que el plan era primero habilitar la reelección consecutiva para 2007-2011, contrabandear en medio una recontra-reelección para 2011-2015 mediante legalizada incoherencia de establecer que el primer mandato nunca existió (aunque nadie devolvió lo que había cobrado entre 2003-2007), y, más adelante, consagrar las reelecciones “sin tope” a través de una enmienda.

Por eso, ahora, hay legisladores que piden a la Justicia que les habilite la posibilidad de ser reelectos indefinidamente, pese a que ellos mismos no lo pautaron cuando se desempeñaron como convencionales constituyentes. No se trata de que “se les escapó”: lo que en realidad no esperaban es que Rodolfo Novillo (el gran juez constitucional de la historia tucumana) abortara ese espanto alumbrado desde la más profunda convicción antidemocrática: eternizarse en el poder. Ahora, la Corte nacional (en consonancia con el supremo tribunal local) confirma que la “enmienda legislativa” estaba mal parida.

La plegaria

La Corte federal también ha rezado el primer mandamiento laico para el ejercicio de la ciudadanía: cualquier ciudadano tiene legitimidad plena para cuestionar toda desnaturalización de su Carta Magna, porque la Ley de Leyes no debe ser ultrajada por “ninguna mayoría circunstancial”.

Es que hay derechos que no se pueden abolir. Como el derecho a defender los derechos. Y no se los puede abrogar ya no sólo porque son derechos del pueblo: no se los puede anular porque son derechos de la civilización. No son las potestades de unas u otras facciones: son las garantías de todos. Y todos es, ciertamente, más que mayoría. Para resguardar esos derechos está la Constitución.

Ahí emerge toda una celebración de la conciencia civil: a los tucumanos los asistió el derecho a alzarse, democrática y republicanamente, contra el modelo de construcción de poder de la democracia pavimentadora, forjado en la destrucción de la institucionalidad.

Los rituales

El intento subtropical de anular la república como sistema de gobierno tuvo, durante la reforma constitucional de 2006, un proceso escandalosamente ritualizado. Para empezar, el oficialismo le mintió masivamente a la sociedad. Empapeló la provincia con esos carteles de la desvergüenza que pregonaban el “Qué lindo sería” (para los constitucionalistas del alperovichismo, las constituciones se clasifican en “lindas” y “feas”) y con los cuales se prometió el instituto de la revocatoria de mandatos. Es decir, dar a la sociedad una herramienta para interrumpir el mandato de los representantes que no la representan. Jamás, siquiera, se llegó a debatir.

Para continuar, resolvieron no oír a las instituciones intermedias, que prevenían sobre los excesos de poder que terminaron fulminados en la Justicia. Por caso, tampoco escucharon a la oposición, pero no sólo respecto de sus propuestas sino, inclusive, respecto de lo que estragaba a la población. El Partido Obrero presentó un proyecto para que la Convención Constituyente creara una comisión especial de seguimiento de la investigación del crimen de Paulina Lebbos. No prosperó: la vocación por encubrir ese asesinato, que nos marca como provincia impune, fue ejercida desde el minuto uno.

Para terminar, los cambios al texto constitucional se acordaban en el quincho de la residencia del gobernador. El anfitrión planteaba que nada de malo había en que se reuniera con los reformadores porque él los había puesto en las listas. La carne estaba en el fuego y la Carta Magna estaba en la parrilla. El espíritu de las normas de la Constitución alperovichista nunca fue muy distinto que el humo de los chorizos. La nueva norma no se alimentó de doctrinas sino, apenas, de embutidos.

Nada bueno podía salir de ahí. Por el contrario, cambiaron la Junta Electoral Provincial para que ya no tuviera mayoría judicial sino política. El constitucionalista Rodolfo Burgos estrelló ese cambio (caso “Movimiento Popular Tres Banderas”). El Gobierno no lo apeló y el fallo quedó firme.

Después, la propia Corte de Tucumán, de oficio (es decir, sin que nadie se lo pidiera) declaró nula la ampliación de su competencia originaria en la causa “Batcon SA”: la convención reformadora había fijado que los acuerdos del Tribunal de Cuentas sólo podían ser revisados por el superior tribunal.

Hoy está pendiente la causa que impulsan los constitucionalistas Luis Iriarte y Carmen Fontán (con fallo favorable de la Cámara en lo Contencioso Administrativo), que impugna varias atrocidades de la reforma. Desde la potestad del Ejecutivo para regular el ingreso y disposición final de desechos radioactivos (en colisión con la Constitución Nacional); hasta la exigencia de más votos legislativos para destituir al gobernador que para remover a los miembros de la Corte (en armonía con cualquier idea de república desequilibrada que se conozca).

Algo hay que reconocerle al alperovichismo en materia reformista: todo el mal que hizo, lo hizo bien. Lo que ha quedado de la Constitución es un remedo de El Proceso, la novela inconclusa de Kafka a la que faltan capítulos y le sobran pasajes sórdidos. El próximo Gobierno tendrá sobradas razones para invocar la necesidad de una reforma. Lo que entraña la posibilidad de mejorar el andamiaje institucional, pero también el peligro de que todo sea peor...

La maldición

Durante esta misma semana quedó expuesto que las malas formas del hacer constitucional no fueron sino la prolongación del mal hacer de la gestión por otras vías. O sea, si la Justicia ha ratificado la nulidad de media Constitución de 2006, las inundaciones han confirmado la nulidad de casi toda la administración oficialista.

Al reproche natural contra el alarmante proceder alperovichista en materia de obras públicas ya no le quedan instancias. Las lluvias han dejado a la intemperie la impericia peligrosa de una gestión que, a falta de encontrar una solución, ya sólo atina a buscar culpables ajenos.

Cuando acontecieron las inundaciones de febrero y marzo, la culpa era de la naturaleza, en nombre de que llovió como nunca antes en 50 años. De los 11 años -y los 100.000 millones en presupuestos públicos- para prevenir catástrofes de las que sí hay antecedentes, ¿ni hablar?

Ahora, con las inundaciones de abril, la culpa es de Hidroeléctrica SA por el manejo del dique Escaba. De quien controla a la empresa, ¿ni una palabra?

La democracia pavimentadora asumió que las obras no eran para el pueblo sino para generar “alto impacto político” y “tener votos”, según esclareció el gobernador a los comisionados rurales el 19 de agosto de 2010 en Casa de Gobierno. Lo que importaba era la mayoría (de intendencias, concejos deliberantes, comunas y legisladores) porque el oficialismo actuó para perdurar sólo en esa mayoría. Desplazó la infraestructura trascendente, tan indispensable como poco útil para el marketing electoral, y abrazó sólo lo que le redituara fotos para la “campaña permanente”. Ya fueran cordones cuneta intrascendentes, óptimos para el acto con corte de cinta; o las constituciones viciadas, que los soberanos constituyentes fueron a ofrendarle a Casa de Gobierno el día que la promulgaron. El 6 de junio de 2006. El 6 del 6 del 6.

Ahora, los gobernantes corren la misma suerte del concreto. Podrá parecer robusto, pero la lluvia lo borra por completo. Lo confirmó el rictus del mandatario provincial, de sonrisa desdibujada durante la mañana del lunes pasado, cuando fue a mostrarse en Graneros y debió suspender una conferencia de prensa porque, por primera vez, los vecinos se acercaron a gritarle sus reproches. Él, seguramente, hubiera querido que alguien se acordara de que era su cumpleaños, pero los vecinos inundados -y la realidad ahogante- sólo tenían preparada una torta hecha con el barro anegado del desgobierno.

Desdichado es el final de los asfaltadores: todo lo pavimentado se desvanece en el agua. Aunque, por supuesto, mucho más desdichada es la suerte de su pueblo.

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