El Nüremberg que se hizo a sí mismo

El Nüremberg que se hizo a sí mismo

Pelando la cebolla es la pieza imprescindible para armar el rompecabezas del universo Grass

19 Abril 2015

Por Federico Abel - Para LA GACETA - Tucumán

Lo peor que le hubiera podido pasar a Günter Grass le aconteció: ser fiscal de sí mismo. En el imperdible Pelando la cebolla, el escritor alemán ajusta cuentas -para colmo en público- con su convencida militancia nazi durante su adolescencia y juventud. Y no hay circunstancia, atenuante o exculpatoria, que valga: ni la edad que tenía entonces (apenas 17 años cuando formó parte de las Juventudes Hitlerianas y, luego, de las Luftwaffe y de las temidas SS), ni su posterior estatura moral, que le valió el premio Nobel en 1999. Resulta impiadoso. “Por más grande que sea el celo con el que hurgo en la fronda de mis recuerdos, no aparece nada que pueda favorecerme”, repite.

Pero se equivoca quien pretenda encontrar en este libro una burocrática -y lineal- declaración indagatoria. ¡No! Grass destila literatura hasta cuando se autoincrimina. Quizás en esto radique por qué este texto -difícil como todos los suyos-, cuando apareció en Alemania fue mortificado. Los frívolos lo acusaron de pretender una promoción publicitaria -como si el autor del Tambor de hojalata la necesitara- a costa de un tema con el que no se juega. Mientras tanto, los cazadores de brujas le imputaron dar demasiadas -y diluyentes- vueltas antes de confesar su delito, porque, aunque duela, él participó o colaboró. El mismo lo reconoce: “lo que hice no puede minimizarse como tontería juvenil”. Y agrega: “me hice el tonto, acepté su desaparición (por la de un compañero de colegio, hijo de un opositor a los nazis), evité una vez más la pregunta por qué, de modo que, ahora, al pelar la cebolla, mi silencio me atruena los oídos”.

Pelando la cebolla constituye una pieza sin la cual ya no puede estar completo -ni entenderse- ese rompecabezas único que es el universo de Grass. En primer lugar, porque da las pistas autobiográficas de las pulsiones vitales a partir de las cuales diseñó pasajes fundamentales del Tambor, La ratesa, Años de perro, El rodaballo o El gato y el ratón. De manera que el lector atento, cuando concluye, tiene el tablero reconstruido de una obra que, ya En mi siglo, donde Grass restaura año por año el siglo XX a partir de sintomáticos episodios, selectivamente aislados, ya se había revelado como imponente. En segundo lugar, porque, no sin dolor, se desprende de las capas de su propia cebolla, aquellas que, durante todos estos años, sirvieron para amortiguar -porque nunca lo ocultó- su púber adhesión al nazismo. Quienes dicen que este reconocimiento expreso está bien, pero que es demasiado tardío, además de no entender nada, desconocen a este escritor esencial.

Culpa imborrable

En Pelando, Grass nunca es defensor, siempre es un inquisitivo fiscal o un severo juez de sí mismo. Por ello, recurre a un audaz desdoblamiento, en el que mezcla la primera y la tercera persona. Y no se trata de un recurso estético, para causar un mayor efecto dramático, sino hasta de un mecanismo jurídico para asegurarse que arribe a buen puerto ese “Nüremberg” que ha emprendido contra su propio pasado. Oscila permanentemente entre un pronombre y otro. Cuando reconocer -desde el yo- le resulta demasiado ominoso se escurre y opta por la siempre salvadora “tentación de disfrazarse de tercera persona”. Así, por ejemplo, se cuestiona: “¿en qué creía antes de creer en el Führer?”. O narra de modo escalofriante: “cuando, poco después de cumplir 11 años, en Danzig y en otras partes, ardieron sinagogas y los escaparates (de los negocios cuyos propietarios eran judíos) cayeron hechos añicos, estuve presente, sin hacer nada, es verdad, pero como espectador curioso”. Pero cuando no tolera semejante indignidad, afirma: “el muchacho que llevaba mi nombre se hizo realmente voluntario de la Jungvolk, una organización que preparaba para las Juventudes Hitlerianas”.

Grass no se perdona ni cuando, ya en 1945, todo había terminado y él, hambriento como muchos otros soldados alemanes, es prisionero de los aliados que habían acabado con el infierno del Tercer Reich. Recuerda que, cuando los estadounidenses les mostraban las fotografías de los campos de concentración –en particular de las duchas que habían usado para gasear a millones de seres humanos en nombre de la superioridad aria-, él y sus compañeros se reían, y con escepticismo contestaban: “¡es propaganda, es propaganda!”. Por ello, cuando se cruzaban con judíos sobrevivientes de la carnicería –liberados por los aliados-, todavía tenían el tupé de gritarles desvergonzadamente y entre carcajadas: “¡váyanse a Palestina!”. Hasta ese punto llegaba el joven nazismo que aún le quedaba.

Ahora queda claro por qué la literatura de Grass no tiene consuelo. Él mismo se ha condenado –y con razón-, como toda Alemania. Y no hay premio Nobel que borre eso, porque siempre estará la culpa, presupuesto de la responsabilidad, indeleble. Él lo dice mejor: “ella hace tic tac sin cesar, recita su máxima, no teme las repeticiones, se deja olvidar graciosamente por cierto tiempo e hiberna hasta en los sueños”.

© LA GACETA

Federico Abel - Periodista y abogado.

Publicidad
Temas Alemania
Tamaño texto
Comentarios
Comentarios