La edad no pesa cuando sienten que la familia los necesita

La edad no pesa cuando sienten que la familia los necesita

La edad no pesa cuando sienten que la familia los necesita
29 Marzo 2015
Acompañados
La edad no pesa cuando sienten que la familia los necesita
Él era camionero. Un día le encomendaron: “andá a llevar madera a la casa de mi prima, en Frías, Santiago del Estero”. Ahí conoció a Rina. “Te fuiste a dejar madera y te trajiste a mi prima”, bromeó su patrón. Se enamoraron y se casaron a los cuatro meses. “Todos decían que el matrimonio no iba a durar porque apenas nos conocíamos. Pero hace 55 años que estamos casados”, cuenta Rolando Molina, de 79 años. Junto a Rina Inés Arévalo, de 78, viven en Villa Angelina. Tuvieron tres hijos y cinco nietos. Trabajaron duro toda la vida y consiguieron levantar una modesta casa mitad de material y mitad de madera, que acaso sea una de las más bonitas del barrio. Al mirarla, los ojos se detienen en cada detalle. Está llena de macetas pintadas fabricadas a partir de latas viejas y neumáticos. En su interior, fotos y recuerdos de familia tapizan las paredes de madera. “Vinimos aquí cuando todo esto era cañaveral, en 1950”, cuenta Rolando. “Yo mismo hice esta casa con mis manos. Los ladrillos son los del viejo hospital Zenón Santillán. Cuando lo voltearon me mandaron a recoger los escombros, y yo pedí que me los regalaran para hacer mi casita”, sonríe. 

La salud tampoco es un bien que sobre en la familia de los Molina. Rolando tiene un marcapasos desde hace 10 años. Pero no se quejan. “Todos los días tenemos algo nuevo para agradecerle a Dios”, dicen. En el centro del patio hay una gruta con la Virgen y varios santos. “La felicidad para nosotros es vivir con humildad, sin grandes cosas. ¿Qué mayor alegría podemos tener que vivir con la familia, poder ayudar a los hijos y a los nietos?”, se pregunta Rina. Una parte del terreno de su casa fue entregada para que viva su hijo Carlos junto a su familia, que si bien no tiene trabajo fijo es un gran artista, que hizo las rejas de la casa, el techo de chapa. Su casa, machimbrada, parece sacada de un libro de cuentos, porque está pintada con varios colores. Rina cocina para todos y también cuida a sus dos nietos. Entre ella y su marido riegan las plantas, toman mate largas horas mientras comentan los sucesos de la vida cotidiana. El otro día, ella redescubrió la caja con todos los recuerdos de cuando ellos se conocieron. Tenía guardados los telegramas que él le mandaba y el calendario donde iba anotando los día que se veían. Rolando ríe. Está orgulloso de la familia que tiene. Y si pudiera empezar todo de nuevo, repetiría su historia. “No cambiaría mi humilde ranchito por nada del mundo”, dice.

Actitud
“Tengo 90 años y soy feliz”
Es pequeña pero bien erguida y parlanchina. “Si hay miseria, que no se note”, pareciera ser su máxima. “Tengo 90 años y soy feliz”, dice Nelly Ester González, que es viuda y una de las alumnas destacadas de las clases de baile del hogar San Roque. “¡Me encantan el tango y el vals!”, cuenta mientras se balancea con un compañero imaginario. “¡Y en el taller de gimnasia soy la mejor ... ¡miren! ¡miren hasta dónde llego ..!”, dice doblándose para adelante hasta tocarse los pies con la punta de los dedos de la mano. “¡No, no haga eso!”, asusta a la fotógrafa de LA GACETA.                   

“¿Quieren venir a conocer mi cuarto?” invita con el entusiasmo de una quinceañera. Está todo perfectamente ordenado. Frente a la cama hay un televisor. “Me lo trajo mi hija, para que no me aburra, pero yo aquí tengo mucho que hacer. No me pierdo ningún taller. Me despierto a las 7 de la mañana a las 8 ya estoy en misa. Después lavo mi ropa. Siempre tengo algo para hacer”, dice entre broma y broma.  Nelly es la alegría del hogar. “Yo las hago reír a todas. Me hago la chueca (y empieza a renguear), la loca ... aquí nadie se aburre”, dice. “Hay que tratar de pasarla lo mejor posible. Y eso que mi hija siempre me quiere llevar a su casa. Pero yo no quiero. ¿Para estar sola otra vez? ¡Noooo! Todos se van a trabajar y a mi me dejan sola con el perro, los dos mirándonos la cara sin tener nada que hacer”, dice moviendo la cabeza para un lado y para el otro. “¿Cuántas fotos me va a sacar?” , pregunta. “Mire que si no termina rápido le saco la lengua, ¿no?” amenaza levantando su índice flaco y largo. 

Reinventarse
“Me estaba muriendo de soledad, pero en el hogar San Roque encontré mi lugar”
En un pequeño rincón, dónde entra sólo ella, parada, tiene todo su mundo: una cama, una mesita de luz donde descansa el rosario que rezó anoche y el libro de la vida de Don Bosco,  que le regaló una de las hermanas del Huerto. Al costado, un armario que la separa del “rinconcito” de su compañera de sala en el hogar de ancianos San Roque. Por encima de la mesita, su pulmón: una ventana delgada por donde entra el color y el “olor a verde”, el alboroto de los pájaros y una tajada de sol.   No necesita nada más para ser feliz.  María Fernanda Curia egresó con la primera promoción de la UNSTA de la carrera de locutor nacional. Algunos la recordarán todavía por su programa “Alma de radio” de Radio Nacional, donde ella de verdad “ponía el alma”, dice. Pero eso no le alcanzó para sostener la realidad que la estaba aplastando. Dos hermanos desaparecidos durante la dictadura militar la dejaron con el alma en la mano. Y cuando murió su madre ya no pudo seguir. Una enfermedad psiquiátrica (síndrome de bipolaridad) le impidió seguir viviendo sola. “Alguien me tenía que controlar los remedios, sino, yo no me daba cuenta y los dejaba de tomar. A veces pasaban varios días sin medicación y yo me perdía ... deliraba. Así me encontraron una vez (me dijeron que podía haber muerto) y me trajeron para aquí, al hogar San Roque, aunque todavía era muy joven, tenía 59 años”, cuenta desde su “rinconcito”.

María Fernanda está pulcramente vestida, bien peinada y arreglada como si fuera a salir. Se siente bien.

Dice que en el hogar San Roque encontró su lugar, su misión, y ya no se siente sola. “Cuando por las noches escucho que una anciana se queja, inmediatamente me levanto y voy a verla; la acompaño un rato, la contengo. Creo que Dios me ha puesto en este lugar porque aquí hago falta. Ahora de verdad me siento plena”, reconoce. Sonríe.  En la sala 5, donde está María Fernanda, hay “olor a abuela”, una mezcla de colonia La Franco inglesa con talco. Son pocas las visitas que van al hogar. Pero entre ellas conversan, se sonríen, hacen bromas y hasta se cuidan unas a otras.

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