El gobernador que nunca asumió

El gobernador que nunca asumió

En 1893, una controvertida elección ungió gobernador de Tucumán a Wellington de la Rosa. Pero graves sucesos posteriores le impidieron hacerse cargo de la función

VEREDA DEL CABILDO. Este aspecto tenía, hacia la época de los sucesos de 1893, la primera cuadra de calle 25 de Mayo. Sólo la Casa Padilla (cuarta desde la izquierda) subsiste hoy. VEREDA DEL CABILDO. Este aspecto tenía, hacia la época de los sucesos de 1893, la primera cuadra de calle 25 de Mayo. Sólo la Casa Padilla (cuarta desde la izquierda) subsiste hoy.
Promediaba el año 1893. El país estaba en convulsión por los alzamientos armados de la Unión Cívica Radical, que estallaron –entre julio y agosto- en Santa Fe, en Corrientes, en San Luis y, lo que era más grave, en la provincia de Buenos Aires. El presidente Luis Sáenz Peña cambiaba a cada rato de gabinete, intentando manejar una crisis que se le escapaba de las manos.

También en Tucumán las cosas se mostraban revueltas. Agitaba los ánimos la próxima elección del gobernador que sucedería al doctor Próspero García, un veterano abogado mitrista alineado con el “Acuerdo” que habían pactado Bartolomé Mitre y Julio Argentino Roca.

En esa época, por la Constitución de 1884, el gobernador se elegía a través de un “Colegio Electoral Permanente”, que tenía fecha tope para expedirse. El engendro –que sería eliminado recién en 1907- daba grandes facilidades al gobernador saliente para consagrar al candidato de su preferencia.

Reuniones fracasadas
El Colegio intentó reunirse a fines de marzo. Pero no se logró quórum y finalmente quedó dividido en dos fracciones. Una respondía al gobernador García y la presidías Ignacio Murga. La otra, opositora, estaba conducida por Pablo Olivera.

Los intentos de nuevas reuniones fueron fracasando. Esto convenía ampliamente a los propósitos de García, quien entretanto logró renovar por elecciones (julio), el tercio del Colegio Electoral Permanente, cubriendo esas bancas con gente de su partido. Por el momento, eso no preocupaba a los opositores: descontaban que el nuevo tercio no intervendría en la elección, porque recién debía incorporarse con posterioridad a la fecha tope. Por cierto que se equivocaban.

La puja en el Colegio había quedado reducida a dos candidatos. El oficialismo “acuerdista” sostenía a Wellington de la Rosa, y los opositores al industrial Pedro Gregorio Méndez.

Ganando tiempo
El 16 de agosto, el Colegio inició una sesión normal, con la presencia de los dos sectores. Pero, tras una discusión sobre las actas, los “acuerdistas” se retiraron. Los electores de Olivera, en minoría, pidieron las llaves de la Legislatura para sesionar. Como les fueron negadas, citaron a reunión para el 26, en casa de su presidente.

Pero el gobernador García, para dilatar el asunto, expidió un decreto donde, considerando el estado de sitio vigente en la República, disponía que antes de esa reunión se precisara el día en que se elegiría gobernador. Y se pediría entonces, al Ejecutivo Nacional, que levantara para esa jornada el estado de sitio.

Los electores reclamaron contra la medida, en un telegrama a la Casa Rosada. El ministro del Interior, Manuel Quintana, les dio la razón: no hallaba motivo para que el Colegio no funcionara con la misma normalidad que los otros poderes. Intentaron reunirse de nuevo el 30, pero la Policía lo impidió. Volvieron a reclamar al Ministerio, pero García argumentó, con toda inocencia, que eso no era cierto.

El gobernador había conseguido lo que buscaba, que era ganar tiempo. La noche del 31 de agosto, cesaban en su cargo trece de los electores que respondían a Olivera. Entonces, el 1 de setiembre, se incorporaron a toda velocidad los oficialistas elegidos en julio, y designaron presidente a uno de ellos, el doctor Alberto de Soldati. Este ordenó que se formara el quórum por la fuerza pública.

La noche del 2, por medio de allanamientos y de un metódico rastrillaje en toda la provincia, los electores remisos fueron forzados a ocupar sus bancas y se desalojó a la barra sin miramientos.

El Colegio obtuvo así el quórum. A la madrugada del lunes 3 y por 21 votos, quedó elegido gobernador de Tucumán el candidato “acuerdista”, Wellington de la Rosa.

Don Wellington
El electo tenía 56 años. Era hijo del conocido topógrafo Marcelino de la Rosa y estaba casado con Elisa Aráoz, hermana del futuro gobernador Benjamín Aráoz. Había sido alumno de Amadeo Jacques en el Colegio San Miguel, y en sus mocedades trabajó en el Banco Muñoz y Rodríguez. En el momento de su elección, tenía un “curriculum” muy escaso, de concejal municipal y de presidente del ente mixto llamado Banco Provincial.

Años después, sería varias veces miembro de la Legislatura, y llegó a presidir el Senado. Fue también jefe de Policía, director del Registro Civil y director de la Cárcel. Al fundarse, en 1898, el Banco de la Provincia, sería el primer presidente del directorio. Falleció en 1924.

Sucedió que don Wellington no pudo disfrutar de su trabajosa y controvertida elección. Porque pocos días más tarde, el 6 de setiembre, una revolución armada de la Unión Cívica Radical estallaba en Tucumán. Capitaneados por el teniente 1° Pedro Lódolo, los alzados tomaron la Cárcel Penitenciaría (entonces ubicada frente a la plaza Urquiza) y rechazaron a balazos al piquete oficial que acudió a reprimirlos.

La revolución
Pronto, el movimiento se expandió al interior. Lo conducía una Junta Revolucionaria que integraban los abogados Martín S. Berho, Eugenio Méndez y Manuel Paz, junto con Bernardo Colombres, Alejandro Mariño y Pedro P. Leal. El 8, se apoderaron de la Estación Sunchales, frente a la plaza Alberdi. La ciudad quedó dividida en dos partes: hacia el sur de la calle San Juan, era zona controlada por el Gobierno, y hacia el norte de dicha arteria, dominaban los rebeldes. Intercambiaban disparos, sobre todo de noche. Según afirmaron después los revolucionarios, en su bando el saldo fue de 26 muertos y 187 heridos.

El Gobierno Nacional envió al Regimiento 11 de Línea, al mando del coronel Ramón F. Bravo, para custodiar los edificios federales. No debía inmiscuirse en la contienda, cuya solución se dejaba en manos del gobernador García. Pero Bravo empezó a ayudar a García, primero con disimulo y luego abiertamente: le facilitaba municiones y, con pretexto de la seguridad, alejaba a los revolucionarios de sus posiciones.

Motín y represión
Esto molestó a los oficiales del 11, que eran radicales en su mayoría. La noche del 20 de setiembre, se amotinaron con buena parte de la tropa y pusieron en prisión a Bravo. El alzamiento militar quitó al gobernador García toda posibilidad de sostenerse. La Junta le intimó rendición, lo desalojó del Cabildo y lo puso preso junto con sus ministros y sus principales partidarios.

Hecho esto, los rebeldes formaron un nuevo gobierno. El doctor Méndez era jefe del Ejecutivo y los doctores Berho y Paz eran sus ministros. El Ministerio del Interior consideró que, con ese grave paso, los revolucionarios habían cruzado la línea. Envió 3 trenes con un total de 1200 soldados fuertemente armados, al mando del general Francisco B. Bosch. Lo acompañaba el ex presidente doctor Carlos Pellegrini.

Bosch llegó a Tucumán el 25 y atacó a cañonazos la Penitenciaría. En media hora, los revolucionarios se rindieron. Fueron todos arrestados y la provincia quedó bajo ocupación militar hasta fin de año, cuando recién el Congreso sancionó la ley de intervención federal.

Después
El comisionado llamó a elecciones. Ellas ungieron gobernador al doctor Benjamin Aráoz, “acuerdista”, ex ministro de García y candidato de una agrupación nueva, el Partido Provincial.

El gobernador García nunca fue repuesto en el cargo, a pesar de que solicitó concluir su interrumpido mandato: terminó dimitiendo, en una altiva y desencantada nota. Y jamás asumió la gobernación Wellington de la Rosa, elegido por el Colegio días antes del golpe. Decía la gente que don Wellington se había hecho confeccionar un deslumbrante frac para esa ceremonia de asunción que nunca tuvo lugar; y que después del fracaso, nunca quiso estrenar la prenda, que quedó para siempre colgada en el ropero.

La anécdota sería citada durante muchos años por los tucumanos, para ejemplificar los casos en que, por alguna razón, el nombrado para una función equis no llegaba a asumirla…

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