Un tono inadecuado en el mensaje ante el Congreso

Un tono inadecuado en el mensaje ante el Congreso

El domingo último, la presidenta de la República pronunció el discurso de apertura de las sesiones del Congreso Nacional. Como lo informamos, habló más de tres horas. No se refirió a temas tan candentes como la inflación, la inseguridad y el narcotráfico. Prefirió denostar el Poder Judicial, elogiar a su equipo económico, defender el acuerdo con China y anunciar que el Estado administrará los ferrocarriles.

Más allá del comentario que pueda hacerse sobre los contenidos de la alocución, interesa esta vez referirse al estilo utilizado. En los países democráticos del mundo (no, por cierto en las dictaduras populistas) estas exposiciones ante el plenario del Parlamento, se pronuncian con un tono muy mesurado, donde cada palabra ha sido meditada con cuidado antes de utilizarla. En aquellas latitudes, el jefe de Estado proporciona la impresión de que ha estudiado detenidamente cada tema. Y se refiere a ellos tomando distancia, con un lenguaje ponderado y reflexivo, totalmente al margen de cualquier arrebato.

Es que existe, en suma, un estilo, un modo de expresar conceptos, que es el que tradicionalmente acompaña a tales exposiciones. Y ese carácter es tradicional, por una buena razón. Quienes escuchan suponen así que el jefe de Estado, por su posición y por su investidura, tiene, de cada asunto de importancia pública, una visión seria y desapasionada.

Nada de eso hubo, lamentablemente, en la exposición que nos ocupa. Más que el discurso de apertura del Congreso, sus palabras se inscribieron en una oratoria de barricada. Sería absurdo propiciar, a esta altura del milenio, un discurso engolado en el corsé protocolar: el lenguaje de nuestro tiempo se caracteriza por ser más libre y más directo.

Pero nos parece que le resta seriedad a la alocución que nos ocupa, referirse a magistrados como integrantes de un “Partido Judicial, independizado de la Constitución”; o decir que “sólo faltó que nos dijeran que nos van a violar a todos”; o que las señoras gastan “algún mango”; o acudir a palabras como “idiotas” o “estúpidos”; o hacer chistes sobre el nombre de un diputado, o señalar al presidente de la Corte. Y todo con un tono crispado, de exaltación, como quien expone –entre ademanes, guiños y mohines- verdades incontrovertibles, y desafía a que alguien las contradiga. La ceremonia del Congreso es un escenario que nada tiene que ver con las tribunas de la campaña electoral. Quienes escuchan la palabra presidencial, aguardan un examen serio de los problemas. No es el lugar para chistes ni para sarcasmos que quieran añadir sal y pimienta a lo que se dice.

Insistimos. Hay un estilo adecuado para estas ocasiones y, hasta hace muy poco, el mismo era también usual en la Argentina. No vemos la razón por la cual deba introducirse en el Congreso la oratoria utilizada en los mítines políticos, con su cortejo de recursos de muy dudosa calidad.

El estilo sobrio, es decir templado y moderado, es el conveniente para los mensajes al Parlamento. Un lenguaje donde resalten la ecuanimidad; la capacidad para referirse a las ideas distintas sin tomarlas en solfa, y tocando la parte de verdad que toda postura puede tener. Es lo que permite, a un jefe de Estado, proporcionar la impresión del aplomo y de la seriedad con que enfoca los hechos que la realidad despliega. Es lamentable que todo esto haya estado ausente, en el discurso presidencial.

Temas China
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