Barriendo los estragos del Carnaval
Durante el Carnaval el tiempo se detiene y la realidad ingresa en una especie de limbo en el que todo está permitido. La tradición, nacida en las bacanales orgiásticas de la antigüedad, cruzó épocas y territorios hasta fundirse en un admirable fenómeno sincrético con la cultura precolombina. Todo vale entonces en Amaicha, en Tilcara y en cada rincón del NOA durante los días que preceden a la Cuaresma. ¿Todo vale?

“Madeinusa”, notable película peruana dirigida por Claudia Llosa, corre la acción a la Semana Santa. La costumbre en Manayaycuna (”el pueblo al que nadie puede entrar”, en quechua) indica que no existe el pecado entre las 3 de la tarde del viernes y la mañana del domingo de Resurrección. Madeinusa -la protagonista, encarnada por Magaly Solier- sabe que su destino, como el de la mayoría de sus vecinas, es perder la virginidad a manos de algún pariente borracho y violador. Prefiere entonces que su iniciación sexual se produzca de común acuerdo con un visitante limeño. Madeinusa gambetea el perverso todo vale de Manayaycuna pero no le saldrá gratis.

La elección de la Pachamama y la fiesta que la rodea es maná fresquito y en efectivo para los amaicheños. Esa bocanada de oxígeno para una economía tan precaria explica (¿justifica?) que echen toda la carne al asador en la recta final del verano y no el 1 de agosto, fecha de veneración a la Madre Tierra por la sencilla razón de que coincide con la siembra. Mientras tanto, miles de visitantes intentan entender qué es eso de la Ñusta, el Pujllay y las apachetas. Tangencialmente, por supuesto. A fin de cuentas, el todo vale suele ser lo que cuenta.

La banalización del Carnaval le hace un flaco favor a la realidad social de los Valles, que es idéntica a la del resto del interior tucumano. Hay un gravísimo problema de alcoholismo en el corredor que conecta El Mollar con Colalao del Valle. Lo de la unidad se entiende por lo geográfico, no por la huella pedregosa a la que llaman ruta. Es lógico que el turismo represente la rueda de auxilio de una comunidad sin horizontes laborales. Los embarazos adolescentes, el incesto y la violencia de género son tan comunes en el Valle de Tafí como en Santa Ana o cualquier localidad tucumana abandonada a la buena de Dios. Pero la estigmatización de la pobreza se acentúa durante estos meses en los Valles, potenciada por la invasión de dealers y lacras por el estilo.

Las películas truchas y los gatitos que llaman a la buena fortuna resultan infaltables en las “ferías de artesanos” montadas a lo largo y a lo ancho de la provincia. Así que junto a un orfebre o un talentoso tallador de madera se venden ositos o perritos a pilas que dan un par de vueltas antes de romperse. El que pierde es el artesano, obligado a abrir su paño pegado a una competencia berreta y desleal. Pierde, en el fondo, el patrimonio, que es tangible e intangible. Son los resultados del todo vale.

Disfrutar el espíritu lúdico que caracteriza al Carnaval, esa presencia magnética y juguetona que viene desde el fondo de los tiempos, tiene mucho de rito iniciático. Es, en nuestro NOA, la absoluta conexión con la naturaleza. De allí el agua, el barro, la chicha, el vino patero, la humita, los dulces, la música, el baile y, por supuesto, el sexo. Es mágico e irresistible. El problema está representado por la falsa creencia de que hay luz verde para la transgresión delictuosa.

Existe una línea que separa las experiencias místicas vinculadas con las culturas ancestrales del desmayo alcohólico. ¿Qué tiene de folclórico que Amaicha o Tilcara amanezcan oliendo a orina y tapizadas de chicos y no tan chicos durmiendo en calidad de bulto? La respuesta, por lo general, es que en Carnaval todo vale. ¿Todo vale?

En Manayaycuna el permiso para pecar estaba anclado en una particular y llamativamente lógica interpretación del Evangelio. Cristo se marchó, no hay quién fije límites morales. El tiempo, hasta que se levante de entre los muertos, se ha detenido. En esencia, se asocia al Carnaval con el mismo principio. Como si fuera un paréntesis capaz de exceptuarlo de la historia y mantenerlo en un universo onírico en el que, ¿quién puede negarlo?, todo vale.

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