En el sepelio de la república

En el sepelio de la república

La democracia plebiscitaria pretende que los votos le otorgan la verdad. Pero los sufragios le conceden poder, en ningún caso le dan la razón. El Memorándum con Irán es la prueba más palpable de ello.

El jueves, no enterramos a Alberto Nisman sino a la república. Eso ha hecho patente la muerte del hombre que denunció a la Presidenta por el presunto encubrimiento de los autores intelectuales del impune atentado a la AMIA. Para que el fiscal perdiera la vida, necesariamente, la república tenía que estar muerta. Para eso y para que, dos semanas después del magnicidio, sigamos sin conocer la verdad.

Las evidencias de la muerte de la república atravesaron toda la semana. El secretario de Seguridad de la Nación, tan guapo para desalojar piquetes de desocupados o de ciudadanos que protestan porque les cortaron la luz, faltó a la cita en el Congreso de la Nación, con los representantes del pueblo, para dar las muchas explicaciones que adeuda. El jefe de Gabinete, tan valiente detrás de los atriles para proferir que el Gobierno “está dispuesto a todo”, reprende opositores y les pide prudencia. El secretario de Coordinación Estratégica del Pensamiento Nacional, por toda reflexión, advirtió que la denuncia de Nisman, la más grave de la historia institucional tras el retorno de la democracia, generó bronca cuando “la gente” disfrutaba con alegría el verano. Y está la Presidenta.

El luto de la verdad

La jefa de Estado usó la Cadena Nacional de Radiodifusión, una semana después de que Nisman apareciera sin vida y sin rastros de pólvora en las manos, para decir muchas cosas que no son verdad.

Reiteró, en primer lugar, que Nisman interrumpió sus vacaciones y volvió de repente al país. Pero no: Iberia ha informado que el fiscal compró en Buenos Aires, dos semanas antes, el pasaje con el cual retornó el 12 de enero.

Denunció, en segundo término, que el ayudante del fiscal que le prestó el arma de la que salió el disparó letal resolvió tramitar su pasaporte el día en que Nisman volvió al país. Pero no: había decidido hacerlo en diciembre y le dieron turno para el mes siguiente.

Sostuvo, en tercera instancia, que Irán no convalidó el Memorándum de Entendimiento porque había sido declarado inconstitucional en la Argentina. Pero no. El freno judicial se aplicó un año después de que se hubiera firmado ese acuerdo. Fue posterior, incluso, al mensaje que la misma mandataria dio en la ONU instando a las autoridades persas a concretar lo que ella ya había hecho que realizaran sus diputados y senadores. Pero a Irán no le importaba el tratado. Sólo le interesaba el malogrado levantamiento de las “circulares rojas” de Interpol, para que pudiera circular libremente por el mundo los acusados de planear el ataque del 18 de julio de 1994, por el cual 85 argentinos perdieron la vida, millones de compatriotas perdieron la fe en el triunfo de la Justicia, y tantos gobiernos perdieron la vergüenza.

El certificado de defunción

¿Por qué insiste el kirchnerismo en reivindicar el Memorándum de Entendimiento? Porque ese documento (ese que crea una Comisión de la Verdad, cuya tarea estaba destinada en definitiva a reemplazar la causa judicial por el atentado a la Argentina a través de la AMIA) no sólo ese uno de los textos oficiales más oscuros en 200 años de patria. Representa, además, el certificado de defunción de la república.

La república está muerta porque la democracia, aquí, ya no es republicana: ese estilo de vida (porque es mucho más que un modelo de gobierno) fue reemplazado por un sistema perverso: la democracia plebiscitaria. Una de las más atroces y embusteras concepciones de la democracia plebiscitaria es que quien obtiene los votos tiene la verdad. Pero el destinatario de los sufragios tiene el poder, no tiene la razón. El Memorándum con Irán es la prueba patente de ello. Pocas veces un Gobierno hizo que un país se equivocara tanto. Para aprobarlo, el kirchnerismo sólo tenía los votos, pero nunca tuvo la razón. La comunidad judía de la Argentina (el séptimo país entre los que poseen la mayor población de habitantes que profesan esa fe), entre incontables asociaciones civiles y decenas de partidos políticos y millones de argentinos, lo advirtieron. No los escucharon. Ni lo harán: el jefe de la democracia plebiscitaria se presenta como la encarnación popular, así que él no puede estar errado. Por eso jamás hubo ni habrá la menor autocrítica kirchnerista.

El Memorándum con Irán fue firmado en nombre de que se sacaría de la parálisis a la causa AMIA. Pero lejos de cualquier revelación, sólo trajo para los argentinos un gobierno denunciado de encubrir terroristas, y la muerte en condiciones oprobiosamente dudosas del fiscal que denunció ese encubrimiento. La república se muere en el justo momento en que la trascendencia de los logros colectivos es reemplazada por los vítores para las más antojadizas voluntades individuales, por más absurdas que resulten, por parte de una pléyade de aplaudidores bien pagados.

Que ese Memorándum haya sido fulminado de inconstitucionalidad por la Justicia demuestra el valor de tener una Constitución. La Carta Magna es un corsé que se teje durante los tiempos de cordura para evitar los desbordes durante los tiempos de locura.

La Ley Fundamental es la alergia de la democracia plebiscitaria porque ese texto fundacional es, esencialmente, contramayoritario. Inclusive, defiende a las mayorías de las propias mayorías para que perduren los derechos de todos. Porque las mayorías son siempre circunstanciales. Y porque “todos” siempre será más que “mayoría”.

Los funerales de la conciencia

Pero la república está muerte porque la democracia plebiscitaria también sepulta a la democracia constitucional. “la democracia plebiscitaria está fundada en la explícita pretensión de la omnipotencia de la mayoría y la neutralización de ese complejo sistema de reglas, separaciones y contrapesos, garantías y funciones e instituciones que constituye la sustancia de la democracia constitucional”, lapidó Luigi Ferrajoli, doctor honoris causa de la Universidad Nacional de Tucumán, en su libro de título profético: Poderes Salvajes.

Para la democracia plebiscitaria, dice allí, el consenso popular es la única fuente de legitimación del poder político y, por ello, sirve para legitimar todo abuso y, a la vez, para deslegitimar críticas y controles. No se soporta el pluralismo político, se desvalorizan las reglas, se ataca la separación de poderes, la oposición y la prensa libre. Se rechaza, en definitiva, el paradigma del Estado constitucional de derecho, como sistema de vínculos legales impuestos a cualquier poder. “El proceso deconstituyente se ha desarrollado también en el plano social y cultural, con la eliminación de los valores constitucionales en las conciencias de una gran parte del electorado”.

La inhumación de la legitimidad

La democracia plebiscitaria sólo es una concepción formal de la democracia. Lo único que pueden parir los poderes salvajes es derecho ilegítimo. Eso, y no otra cosa, es el Memorándum con Irán.

Cuando la Presidenta anunció que dejaría de hablar a través de Facebook para, finalmente, dirigirle la palabra al pueblo, muchos, pero muchos, esperaron que anunciara la derogación del ya tronchado Memorándum. Pero no. Además de reivindicarlo, y de echarle la culpa falazmente a la Justicia por la no aplicación, anunció que los servicios de inteligencia del Estado dependerán en adelante la Procuradora General de la Nación. O sea, la Agencia Federal de Inteligencia quedará en manos de la funcionaría dedicada a fustigar y reemplazar a fiscales que actuaban como Nisman.

Se van a ocupar de reformar nada menos que el espionaje argentino los que se enteraron de que el departamento del fiscal tenía un tercer acceso tres días después de que lo encontraran muerto. Los mismos que repetían que él se había suicidado por no tener pruebas con que sustentar la denuncia contra la Presidenta, hasta que ella, a las 48 horas, cambió de opinión y reveló, de repente, que sospechaba de un homicidio. Los mismos que aseveraban con absoluto convencimiento que la clave alrededor de la muerte del magistrado que denunció a la jefa de Estado radicaba en averiguar por qué interrumpió su descanso en Europa y volvió inesperadamente...

Las deudas con los deudos

Prometieron una Década Ganada, pero sólo hay homologación para los que se limitan a consentir; y, por supuesto, denigración para los que se atreven a disentir. El resultado es la disolución de la opinión pública y la crisis de la participación política. Es así porque sólo prima el interés privado, alentado por el hecho de que sobran los premios para los genuflexos, mientras que aquellos que denuncien la verdadera cara -y los verdaderos socios- del “modelo” pueden llegar a aparecer muertos. Inexplicablemente muertos.

Juraron una Década Ganada, pero no hay estadísticas ciertas para debatir sobre la bonanza, porque lo que en verdad abunda es la manipulación de la información oficial. En consecuencia, el milagro de la redistribución de la riqueza pasaría por la posibilidad de que un empleado de mantenimiento del Senado cobre $ 40.000 por mes. Y que, de arreglar roturas en los edificios del Congreso, pueda pasar a ser magistrado de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Que su currículum incluya datos aparentemente falsos debe ser un detalle menor en el que reparan los oligarcas...

Ratificaron una Década Ganada, pero buena parte de los indicios para sospechar que algunos argentinos realmente gozaron de 10 años irrepetibles se reducen a que el funcionariado se ha convertido no ya en un conjunto de ciudadanos más prósperos, sino en una casta de gente escandalosamente millonaria.

No hay un país más libre en el sepelio de la república. Tampoco un gobierno más digno.

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