Tribulaciones de una muerte atrevida

Tribulaciones de una muerte atrevida

La muerte tiene un poder letal en la vida de la Argentina.

La muerte sacude gobiernos.

La muerte acelera el pulso de los ciudadanos y les exige tomar posiciones.

La muerte da miedo y paraliza.

La muerte abre signos de preguntas y es incapaz de convertirse en respuesta.

La muerte no suele tener buena voluntad.

La muerte es antónimo de vida y, por lo tanto, es enemiga de la democracia y amiga de la violencia.

La muerte siembra dudas y escupe certezas.

La muerte es amante de la impunidad y varias veces estuvo casada con la injusticia.

La muerte es desvergonzada, atrevida, insaciable. Por eso se metió en el baño del fiscal Alberto Nisman. Y no lo dejó salir.

La muerte sabe la verdad. Los vivos conjeturan:

A) Nisman se mató porque lo que tenía para demostrar era tan fuerte que no tenía fuerzas para sostenerlo.

B) Nisman se mató porque todo era muy endeble y la vergüenza no le permitía sostener nada.

C) A Nisman lo mataron porque querían tirarle el muerto al Gobierno.

D) A Nisman lo mataron desde el Gobierno para que no diga algo que lo iba a desestabilizar.

Una de estas opciones es verdadera. Todas esas posibilidades desnudan un país que entristece.

Da pena que la Justicia no pueda actuar con independencia.

Frustra que ante hechos como el ocurrido, oposición y oficialismo no puedan unirse para defender una forma de vida para todos los ciudadanos aun cuando el costo pueda ser muy alto. La verdad, la libertad y la democracia no deberían tener precio.

Siembra desesperanza que nadie haya cuidado al fiscal Nisman. Es lamentable que el oficialismo insista en señalar a la prensa entre los vinculados a la desaparición del fiscal. Es incómodo el dedo acusador de la oposición en momentos en los que se profundiza la división del país.

La muerte con su presente le da vida al pasado.

La investigación del atentado a la AMIA está signado por el silencio. Será difícil encontrar el camino de la verdad después de lo que le sucedió a Nisman.

Otra vez se revitaliza la idea de que los servicios de inteligencia son los que mandan verdaderamente en el país.

Cuando la democracia apenas gateaba eran esos grupos de tareas los que aún gozaban de buena salud, y los que desde la oscuridad y el anonimato eran responsables de la inestabilidad de la criatura. Hoy el país es un joven maduro que sigue dependiendo de esos delincuentes que se esconden vestidos con el traje de la “inteligencia del Estado”. Y tienen más fuerza que la política y que la Justicia. ¿Hasta cuándo?

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