El mata, yo lincho, vida por vida
El 24 de octubre del año pasado, el gobierno iraní ejecutó a Rehiané Yabarí, una joven de 26 años que, siete antes, había matado a un hombre que, según ella, había intentado violarla. A pesar de los pedidos de clemencia de numerosas organizaciones de derechos humanos a nivel mundial, incluida la ONU, el Gobierno de Hasan Rouhaní aceptó el pedido de Yalal Sarvandí, el hijo del hombre muerto: “quiero que el derecho de la sangre de mi padre se cobre lo antes posible”. La ley del Talión, vida por vida, se aplicó sin miramientos.

El domingo, en Tucumán a César Andrés Jiménez lo mataron cuando salió a defender a su hermano de dos delincuentes que, a tiros, pretendían robarle la moto en el barrio Soberanía Nacional. Jiménez había estado celebrando el bautismo de su propia hija, quien ya no tendrá recuerdos de su padre. La inseguridad se lo arrebató antes de que ella pudiera darse cuenta de quién era ese hombre que la sostenía en brazos, la acariciaba y la besaba. Tras el crimen, varias personas cercaron a Gustavo Daniel Guerrero, uno de los delincuentes y lo golpearon hasta dejarlo malherido. Murió poco después en el Hospital Centro de Salud. La ley del Talión, vida por vida, se aplicó sin miramientos.

Hartos, asqueados, sobrepasados, los argentinos asisten a una ola de inseguridad que no tiene límites. A la que nadie le pone límites. La clase política, la que maneja los tres poderes del Estado, no ha sabido ponerle un freno a un flagelo que se ha hecho carne. Casi ninguno de los planes anunciados por este gobierno como por los anteriores ha dado resultado. Por más loables que sean las intenciones. Ni mas educación, ni inclusión social, ni reurbanización, ni novedosos proyectos de seguridad o justicia han hecho que los delitos sean, al menos, sin tanta violencia. Todo lo contrario. Y, sobre todo cuando está en masa, el ciudadano toma como propio el código de Hammurabi: “ojo por ojo, diente por diente”... Si matás, morís...

En Tucumán los intentos de linchamiento se han multiplicado. En LA GACETA se publicaron más de 20 casos en los últimos 60 días. Sería difícil dar un número de los que no tomaron conocimiento público. Peligrosamente tomar represalias por mano propia se está volviendo una costumbre. Tan peligrosa como los ataques asesinos de los delincuentes que no dudan en acribillar a sus víctimas.

En noviembre del año pasado José Alperovich, en uno de sus tantos sincericidios casi que justificó el accionar de quienes golpean a los asaltantes: “hay que estar en el cuero de la gente. No sé como reaccionaría uno, si me pasara”. La última parte, con custodia las 24 horas, es difícil que le suceda. Pero al mismo tiempo, como pasa siempre, antes le había tirado pelota a otro: “El que comete un delito debe ir preso. La sociedad está harta de que cuando alguien cometa un delito salga al otro día. La Justicia debería actuar. Si el que comete un delito no sufre (algún reproche judicial), la gente seguirá con esto”. “Esto” es matar al que mata.

Antonio Gandur, presidente de la Corte Suprema de Justicia de la provincia, le devolvió el guante en diciembre, cuando rechazaba la posibilidad de que se dictara prisión preventiva contra los arrebatadores. “No corresponde”, dijo, luego de exhortar a los jueces a que no automaticen la restricción de libertad ya que debían analizar cada caso.

Dejar en manos de los ciudadanos el destino de los delincuentes es vivir en la ley de la selva, en la que subsiste el más fuerte, y los débiles son mayoría. ¿Pero entonces qué se hace? Rechazar estos ataques es fácil. Es lo políticamente correcto. Y es lo que debe hacerse. Pero la única forma en la que dejarán de perpetrarse los linchamientos es con más acción del Estado. Con más coordinación entre el Ejecutivo y el Judicial. Con más participación del Legislativo en brindar las herramientas que sean necesarios. Parece fácil. Evidentemente no lo es. Los asaltantes salen a matar. Los vecinos, la gente, se defiende. Y en esa defensa, a veces, asesina. Y no es una acción racional. Así como los delincuentes no salen a robar con el Código Penal bajo el brazo, el ciudadano no reacciona pensando en que va a cometer un homicidio agravado, cuya única pena es la prisión perpetua. La gente reacciona... y las consecuencias son tan bestiales como el ataque que las originan.

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