Lavarse la cara con un chorro de viento

Lavarse la cara con un chorro de viento

El piloto prepara la vela. Así le llaman a la enorme tela del parapente. Verifica el estado del arnés. Controla las cuerdas. Sujeta la mochila del pasajero y detalla unas cuantas indicaciones como por ejemplo que hay que correr -sin parar- unos 15 metros. Es sólo eso y nada más. Una corrida corta hasta quedar -sin darse cuenta- con los pies en el aire.

El viento se siente en los tobillos. Sube por las pantorrillas. Envuelve la cintura. Choca de frente en el pecho y se eleva hasta las mejillas. Al principio, es como lavarse la cara, pero en lugar de agua, el chorro es de viento. Ese potente soplido que golpea en la piel se parece mucho a cuando un niño juega a ponerse de pie frente a un ventilador. El viento acompaña en todo el rostro y se percibe en los oídos con un rugido similar a esas ocasiones en que uno se pone una caracola en la oreja.

Sin darse cuenta, el pasajero se sujeta con las manos a las cuerdas y lo hace con una fuerza descomunal. Siente los pies colgados y supone que sólo sus dedos lo sostienen en el aire. Abajo, todo parece pequeño. A simple vista todo es tan diminuto como una maqueta repleta de casas, árboles, calles, y autos que se mueven como hormigas en un mundo pequeño. El pasajero se aferra a las cuerdas como los niños a las manos de su madre. Pero no hace falta, porque hay un arnés en cada pierna, que lo unen al parapente. Eso es lo que sostiene en el aire al piloto y a su pasajero. Después de unos minutos, cuando uno toma conciencia de que está en el aire -volando de verdad- el paseo se transforma en una de las experiencias más placenteras que haya vivido.

El piloto sabe perfectamente cuando ocurre ese momento. Debe ser el rostro del pasajero el que cambia de repente. Baja la tensión y el cuerpo se relaja. Ya no hay resistencia. Es otra energía la que se mueve. Ahí es cuando empieza la mejor parte del vuelo, la más inolvidable, la que queda grabada para siempre y la que, en muchos casos, impulsa después a repetir la experiencia de hacer un vuelo biplaza en parapente. En el aire, allá arriba, entre las aves y las nubes, el cielo es más diáfano y uno entiende que es infinito, aunque un vuelo en parapente hace sentir en el rostro que a uno lo atropella la felicidad.

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