Pequeñas causas perdidas
El día que un habilidoso motoarrebatador me sacó el celular de las manos en la esquina de 25 de Mayo y Corrientes y huyó raudo por Corrientes, saqué varias conclusiones y tomé una determinación.

La primera conclusión fue que yo era candidato a víctima: era la segunda vez que me robaban el celular. La anterior había sido un año antes en una esquina de Barrio Sur, a punta de cuchillo.

La segunda conclusión era que los motoarrebatadores son inmunes a los policías. Había cuatro agentes en las veredas en ese momento. Cuando yo corría por el medio de Corrientes, tratando inútilmente de perseguir al ladrón, acudieron a mi encuentro, en lugar de tratar de parar al motociclista.

Tercera conclusión: las cámaras filmadoras no les hacen mella a los ladrones: la de esa esquina sólo me grabó a mí, corriendo, y la de Laprida y Corrientes no funcionaba.

La cuarta conclusión fue que la burocracia policial y judicial ahogan. Esa tarde hice la denuncia cuatro horas después del arrebato, porque no había oficial de guardia en la comisaría 1a, y un mes después, cuando llamé a la Fiscalía IX me dijeron que para buscar mi teléfono y al ladrón tenía que ir a ratificar la denuncia a la Fiscalía.

Allí tomé la determinación: probar si el sistema funciona en estos casos. Fui a ratificar la denuncia. Pasé una hora en la Fiscalía describiendo cómo es el teléfono (negro, chato, con teclado digital, marca...) y entregué el número de IMEI con el cual las compañías telefónicas pueden rastrear por satélite la ubicación precisa del aparato robado.

Tres meses después llamé para saber qué pasaba y la fiscala me dijo que fuera para hablar con un empleado y que le llevara la clave de dropbox para ver qué actividad ha tenido el ladrón con el teléfono, ver sus fotos, etcétera. Fui pero le dije que no tenía dropbox. Para entonces, el expediente ya acumulaba un grosor de 10 centímetros.

Un oficial de Investigaciones me dijo que habían pedido a la compañía de celulares que rastreara el GPS del aparato y que enviaran el informe por correo. Me quedé helado. Nunca me dijeron si llegó la carta de la compañía de celulares.

Al cumplirse un año del robo, el 21 de septiembre, llamé a la fiscala y me dijo que yo había cometido un error el día del robo, porque había hecho en el acto la denuncia a la compañía para que cortaran el servicio. Con eso -dijo-, había frustrado la posibilidad de seguir al ladrón. “Pero ustedes tienen el IMEI. ¿Por qué no aprietan el botón para rastrear el aparato?”, pregunté. Me citó para que hablara con otra empleada que se ocuparía del tema.

El día que fui a la fiscalía, había un enjambre de gente. Me hice anunciar y mientras esperaba, una mujer pedía respuestas porque un vecino agresivo había golpeado a su marido y una semana después había golpeado a su hijo. Temía que llegara a matarlos.

Frente a un caso como ese, me dio vergüenza ir a pedir por un triste teléfono robado hacía más de un año, teléfono que, además, ya he reemplazado. Decidí retirarme y abandonar la búsqueda.

Pero pude llegar a la quinta conclusión: el sistema, en minucias, no funciona. ¿Y en las grandes causas?

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