Las profecías de Keats
Ustedes perdonen, pero siempre es momento de preguntarse si nuestro sistema de gobierno resulta en verdad lo bastante equitativo. Porque, para ser sinceros, no es suficiente que las leyes se atengan a la Constitución y que los ciudadanos juren acatarla al pie de la letra. No es suficiente y tampoco eficaz. Hace falta también una dimensión ética que hace tiempo se ha extraviado en ese mar tenebroso que es la realidad argentina. Por eso mismo, la democracia es más un ejercicio diario que un capricho político. Y basta algunos ejemplos para entender este planteo. Se nos dice que en Tucumán jamás hubo un gobierno tan activo como este; que en la “década ganada” se hicieron inversiones nunca antes vistas y que el crecimiento económico ha sido histórico. Pero la realidad muestra algo muy distinto: muestra una ciudad dominada por la basura y la desidia, un turismo que no puede despegar de su nivel más básico, un desempleo que crece como una infección desaforada y una escalada de inseguridad y violencia propia de sociedades salvajes. Con sólo leer los mensajes de los lectores de este diario se puede comprobar que ese “paraíso” que presentan los funcionarios tucumanos es sobre todo una ficción. Y, como si eso fuera poco, el abismo económico acecha a la vuelta de la esquina -otra vez- mientras la presión fiscal agobia a la clase media como en una suerte de terrorífico deja vù feudal. Ayer mismo se anunció que el primer día de 2015 aumentarán el Inmobiliario y el Automotor, lo que pondría en jaque no sólo a los ciudadanos, sino sobre todo a los productores e industriales. De pronto nos encontramos hacia el final de una década en la que el populismo mal entendido y la corrupción enquistada nos hizo recorrer casi los mismos calvarios que en las décadas anteriores: crisis económica, déficit, desempleo y -sobre todo- desesperanza. Una desesperanza que ya ha infectado a varias generaciones y que ha lanzado al ruedo una camada de jóvenes incrédulos que buscan desesperadamente un espejo para mirarse.

Es realmente una pena, porque la ética y la moral siguen perteneciendo -hoy, más que nunca- al terreno de la literatura y de la filosofía. Se sigue hablando, por ejemplo, de “la década ganada”, mientras las encuestas revelan un aumento escandaloso de la cantidad de pobres e indigentes. Pobres que están ahí, a la vista de todos: en los semáforos y en las avenidas; en los parques y en las plazas. ¡No son una sensación! También se sigue hablando de la gran inversión en seguridad, pero la delincuencia ha alcanzado niveles más que obscenos. ¡Tampoco es una sensación! ¿Y en materia de inversiones? Se hicieron -y se siguen haciendo- anuncios descomunales sobre obras que jamás se terminan y que quizás nunca disfrutarán nuestros hijos, mientras los impuestos se inflan, los sueldos se congelan y los lamentos se olvidan. Ni que decir de las causas por corrupción que han comenzado a brotar como hongos en medio de un bosque húmedo y peligroso.

Claro que la culpa es colectiva. José Ingenieros decía: “Cuando las miserias morales asuelan a un país, la culpa es de todos los que por falta de cultura y de ideal no han sabido amarlo como patria: de todos los que vivieron de ella sin trabajar para ella”. Y tenía razón. En este país supuestamente inclusivo, la corrupción prosperó amparada por la falta de ética de todos y no sólo de una parte de nuestra sociedad. Tal vez por eso ahora -precisamente ahora- surge una duda incontenible: ¿es posible encontrar un puñado de hombres públicos éticos, para quienes la honradez aparezca aún como un valor digno de ser apreciado? ¿Habrá tal vez en nuestra sociedad al menos diez hombres dignos que nos justifiquen ante Dios como pedía Abraham antes de la destrucción de Sodoma y Gomorra? ¿Habrá alguien -en la política, en las empresas, en la justicia, en las fuerzas del orden, en las iglesias y hasta en el deporte- que sea el espejo en el que podamos mirarnos? Porque por más banalizada que parezca la política; por más que se trate de ver a la corrupción como una tentación en la que acaban resbalando hasta los mejores, es bueno -y hasta saludable- pensar que no todo está perdido y que esos hombres justos existen. Que están ahí, aunque no los veamos ni sepamos sus nombres. Que viven para salvarnos del fin y para darnos la oportunidad de vislumbrar un futuro distinto.

En una de sus maravillosas cartas, el poeta John Keats le dice a un amigo: “Hay que hacer profecías; ellas se arreglan después para cumplirse”. Sin ser profetas, podríamos desear honestamente que esos hombres justos y anónimos, por fin salgan a la luz para cambiar el rumbo de nuestra historia. Y si lo deseamos fervientemente, tal vez se cumpla, como prometía el poeta. Quien sabe, a lo mejor tendremos una respuesta distinta de la de Abraham si los justos aparecen. Y quizás usted, esforzado lector, sea uno de ellos.

Temas Tucumán
Tamaño texto
Comentarios
Comentarios