Zorros y erizos

Zorros y erizos

Richard Dworkin, el más destacado exponente del pensamiento jurídico anglosajón, vuelve con Justicia para erizos, un libro provocador. Dworkin recorta la amplitud de la libertad y ensancha la de igualdad fundada en la responsabilidad para recuperar un liberalismo no conservador sino progresista. No acepta que entre igualdad y libertad haya un conflicto inevitable, pero lo hace metiendo en el lecho de Procusto ambas nociones. Por Jorge Estrella - Para LA GACETA - TUCUMÁN

Zorros y erizos
16 Noviembre 2014
El poeta griego Arquíloco sostiene en un verso: El zorro sabe muchas cosas; el erizo sabe una, pero grande. Isaiah Berlin, en su escrito El erizo y el zorro, tomó ese verso para dividir a los hombres en dos grupos: los que van tras objetivos variados, siguiendo morales distintas, ya que atenerse a una moral unificada y sin contradicciones les parece imposible (los zorros); y aquellos que resumen la complejidad de lo real en una idea unificadora que se convierte en guía de acción unitaria bajo principios morales coherentes (los erizos). Insignificante y con menos dotes físicas que el astuto zorro, el erizo sin embargo triunfa cuando se enfrentan: se encierra en su coraza de espinas y el zorro saldrá lastimado. Como una pasión bien dirigida, esa coraza del erizo lo hace ganador. 

Mario Vargas Llosa sostiene que “Disfrazado o explícito, en todo erizo hay un fanático; en un zorro un escéptico”. En las artes habría más zorros, en la ciencia más erizos. Es fácil ver a San Agustín como erizo, a Picasso como zorro. En las ciencias hay muchos erizos pero la ciencia en su conjunto tiene mucho de la mirada del zorro.

Un libro reciente y monumental (casi 600 páginas, intensas, atractivas, discutibles) sale en defensa de la ética del erizo: Justicia para erizos (Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2014).

Una “justicia correcta”

Richard Dworkin, su autor, es posiblemente el representante actual más importante del pensamiento jurídico anglosajón. Se opone a la distinción tajante que hace el positivismo entre la ética y el derecho mediante la reducción de éste a un conjunto de normas y al no tener en cuenta, así, los principios desde los cuales deben justificarse argumentativamente dichas normas. Dworkin se opone también a los defensores de un derecho natural, quienes creen en la existencia de una moral objetiva, universal, que los hombres deben descubrir y aplicar. Entre el positivismo y el iusnaturalismo Dworkin piensa en una tercera solución: hay una “justicia correcta” para los casos más difíciles y no es el juez -como defiende el positivismo- quien discrecionalmente y sin argumentar la impone. Esa justicia correcta se funda en los principios morales en juego que, aunque sean históricos, cambiantes en las sociedades, permiten al juez balancearlos razonadamente con las normas vigentes y obtener así una justicia objetiva. Adversarios de Dworkin ven en esta “objetividad” un acercamiento al viejo iusnaturalismo donde Dios o la Razón fundan las normas. Dworkin reconoce que en las sociedades pluralistas de Occidente suelen superponerse principios ideológicamente antagónicos. El juez debe, en tal caso, optar por el triunfo del más convincente para llegar a la “justicia correcta” y renunciar así al irracionalismo en que se zambulle el positivismo ante los casos difíciles.

La filosofía de Dworkin se funda en los derechos individuales. Y éstos suelen oponerse a los fines colectivos. En este sentido Dworkin enfrenta también al utilitarismo, que subordina los derechos individuales a los fines colectivos. Y, una vez más, también al positivismo, pues éste sostiene que los únicos derechos individuales son los reconocidos jurídicamente. Dworkin, en cambio, afirma que hay derechos morales previos que el juez debe asumir en sus argumentaciones para llegar a la “justicia correcta”. Y apoyar así a los derechos individuales frente a la posible agresión desde la política o desde las mayorías. Se aproxima nuestro autor, de este modo, a un liberalismo igualitario, progresista, por cuanto centra su defensa del liberalismo en la igualdad, no en la libertad.

Ronald Dworkin advierte el riesgo de sus tesis centrales y sostiene: “A esta altura el lector se habrá formado una sospecha. Uno de los hijos de Poseidón, Procusto, tenía un lecho; para que sus huéspedes se ajustaran a las dimensiones de éste, Procusto los estiraba o amputaba hasta alcanzar la medida exacta. Bien podría el lector ver en mí a otro Procusto que estira y cercena las concepciones de las grandes virtudes políticas para que encajen limpiamente unas en otras (pág. 20).

Y efectivamente, un lector desconfiado como yo advierte que Dworkin recorta la amplitud de la libertad y ensancha la de igualdad fundada en la responsabilidad para recuperar un liberalismo no conservador sino progresista; no acepta -como lo hace Isaiah Berlin- que entre igualdad y libertad haya un conflicto inevitable, pero lo hace metiendo en el lecho de Procusto ambas nociones; defiende la unidad e integración ampliada de la moral política pero huye del tradicional sentido de “derecho natural” fundado en Dios o en la Razón: el erizo sabe una sola cosa importante (esa unidad donde “el derecho es una rama de la moral política, que a su vez es una rama de una moral personal más general, y ésta, a su turno, es una rama de una teoría aún más general de lo que es vivir bien”) el zorro sabe muchas insustanciales; acepta el argumento de Hume según el cual “la moral es un dominio independiente del pensamiento” (p. 129), pero acepta que nuestras razones para aceptar un juicio moral o jurídico indica que “estamos ‘en contacto’ con la verdad del asunto y que su verdad no es un accidente” (p. 129); reclama, así, independizar el mundo de los valores morales y jurídicos de la tutela de la metafísica de la ciencia que reclama una objetividad fundada en los hechos (“Debemos abandonar la metafísica colonial” -p. 506), pero apuesta a reencontrar dentro del ámbito del valor a las nociones de verdad y falsedad. 

Pero esta condición de lecho de Procusto de la obra no disminuye su enorme atractivo. Sus exámenes de la dignidad moral, las formas del escepticismo, la libertad asociada a la responsabilidad, las obligaciones, la democracia, el derecho, son penetrantes, aunque por momentos  duros de seguir. 

Más allá del “bien” y del “mal”

¿Cómo no tentarse y aceptar que los genocidios comunistas, nazis, fascistas o islámicos son el mal objetivo que ninguna conciencia moral civilizada puede convalidar? Pero lo cierto es que esos genocidios ocurrieron y siguen ocurriendo. ¿Acaso podemos negar que los autores y cómplices de esos genocidios  lo hacían pensando en un bien objetivo, “natural”, “verdadero”? ¿Cómo conciliar la historia humana con la presunta moral unificada que la sustenta desde el bien vivir cuando somos testigos reiterativos de la multiplicidad de modos de entender el bien vivir?

Borges decía que debemos construir sobre piedra, aun sabiendo que es sólo arena. Dworkin nos propone un orden justo para erizos, aún sabiendo que somos zorros. ¿Cómo no tentarse en seguir ambos consejos desde lo mejor de la  cultura civilizada a que pertenecemos?

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