Todo corazón es delator
Buscó el cuerpo robusto de su marido, pero sólo abrazó aire, las sábanas frías y una almohada sin funda.

- Este infeliz ya se ha ido a chinitear de nuevo...

Lo imaginó rodeado por los brazos de una morena delgada que fumaba con desdén, mientras él sostenía el taco de billar con una mano y un vaso de vino con soda en la otra, desfachatado, observando la estrategia para su próxima jugada.

De un salto abandonó la cama, se puso un chal de lana sobre la espalda y salió así nomás, en camisón y alpargatas, lanzándose a la fría noche de luna llena.

Desde la galería de su casa distinguió, a unos 500 metros o quizás más, las luces de la cantina del pueblo. Tenía dos alternativas: transitar unos 300 metros de la entrada principal, que estaba rodeada de cañaverales, llegar hasta la ruta provincial, rumbear por la banquina un trecho bastante más largo y cruzar el puente que conducía al club donde sabía que estaba su esposo; o bien hacer la cortada por los montes, sortear los perros bullangueros de doña Ubenza y aparecerse por detrás de la casona ruinosa del billar.

El corazón siempre elige el camino más corto.

Cruzó el pinar adivinando cada zancada, orientada por el foco de la cantina. Fue un milagro que los caschis no le salieran al cruce; extenuada, con un tobillo torcido y algunos raspones en la cara por las ramas, llegó a destino.

Desde unos matorrales, a unos pasos de la entrada del billar, siguió el curso de la inesperada escena.

- Hasta mañana, Perro, no se vaya a amanecer aquí.

- No se aflija, compadre, un vinito más y a la cucha.

Su marido lanzó un saludo general y salió del boliche, a paso firme, hacia la vieja Dodge, mientras se escuchaba que El Perro pedía otro vaso y preguntaba quién se animaba a un partidito.

Ella empezó a correr despavorida. Volvió a tomar la cortada, pero esta vez fue una catástrofe: los caschis de doña Ubenza se le fueron al humo. Trató de capearlos con el chal, pero el más grandote se lo robó de un tarascón. Decidió que prefería las dentelladas en las pantorrillas a que su marido encontrase el lecho vacío. Y se lanzó en carrera.

Avanzó hasta la huerta de la parte trasera de su casa, abrió la ventana del dormitorio y se metió a la cama. En ese instante se apagaron las luces y el motor de la vieja Dodge. Sintió que su esposo entreabría la puerta y metía la cabeza. Como el vecino furioso de El corazón delator, pero sin las intenciones homicidas. Ella supo controlar la agitación, pero el sudor ya había empapado las sábanas. Dedujo -por los rutinarios sonidos- que su marido dejaba caer el pantalón al suelo, lo colgaba sobre una silla y ponía, encima de todo, la camisa. Lo adivinó metiéndose a la cama. Y sintió el abrazo fornido sobre su cuerpo transpirado.

- ¡Vieja! ¿Qué pasa? ¡Estás toda empapada!-, exclamó él, sacudiéndola desde el hombro.

- ¿Eh? ¿Ah? Ay, viejo, no sé -respondió ella, con voz somnolienta-, me parece que he tenido una pesadilla. Mejor volvete a dormir, que mañana tenemos que ir a la ciudad temprano. Vení, abrazame, viejo, a ver si se me pasa.

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