La Bestia

La Bestia

Adelanto de 'El Papa Negro' *, la primera novela inspirada en el Papa Francisco. Por Sebastián Dozo Moreno.

ENTRE LA ACADEMIA Y EL ARTE. Sebastián Dozo Moreno, escritor, poeta, y profesor de literatura y filosofía reparte su tiempo con la docencia en talleres de escritura. foto gentileza SEBASTIÁN DOZO MORENO ENTRE LA ACADEMIA Y EL ARTE. Sebastián Dozo Moreno, escritor, poeta, y profesor de literatura y filosofía reparte su tiempo con la docencia en talleres de escritura. foto gentileza SEBASTIÁN DOZO MORENO
26 Octubre 2014
—¡Padre!... ¡Corra! —. Un fuerte golpe en el hombro lo arrancó de su ensimismamiento. Y vio lo que vio. La gente corría despavorida por la plaza en todas direcciones, sobre todo los que salían gritando del interior del Panteón, que había dejado de ser un templo majestuoso para convertirse en un hormiguero pisado por un dios celoso con pretensiones de ser el único dios real en esa ciudad. En su carrera despavorida, alguien dejó caer su cámara contra el duro y negro empedrado de la ciudad antigua, y una madre perdió a su hija pequeña, sin notar que ésta la llamaba desde abajo tirándole de la pollera roja sin lograr hacerse ver.

—¡Hija! –gritó al fin la mujer, alzó a la niña y se zambulló en la marea humana para desaparecer por la Via de Pastini, seguida de muchos que dejaron las mesas de los bares y restaurantes de la plaza sin tener idea de lo que pasaba.

—¡Amenaza de atentado! —gritó alguien. Y otros se hicieron eco de esa voz anónima. Tres carabinieri, con sus flamantes uniformes azules, empezaron a soplar sus silbatos señalando las callejas por las que era posible huir de la plaza. Las sillas quedaron tumbadas, los manteles desencajados, las copas volcadas, y el piso lleno de basura y de vasos rotos de plástico. Los únicos que no se movieron de su sitio, fueron los mozos, los dos músicos que seguían tocando sus instrumentos como si nada, y Mario Moneglio, que veía con estupor y placer cómo la Piazza Della Rotonda se vaciaba vertiginosamente, y silenciaba, quedando vacía y ecoica como el patio de un claustro. Por las ventanas de los edificios, decenas de testigos hacían todo tipo de aspavientos (muñecos torpes de un titiritero inexperto): señalaban a lo lejos, se agarraban la cabeza, o cerraban torpemente las persianas grises… ¿Qué hecho insólito había hecho cesar el eterno espectáculo de la multitud que día tras día giraba alrededor de la Piazza Della Rotonda, fatalmente? Moneglio miraba todo eso como en un sueño.

Los carabinieri se pusieron a vallar la plaza. La lluvia arreció con fuerza.

—¡Salga de ahí, padre! –le gritó uno.

Moneglio se alejó de la fuente sobre un rastro de sangre que, al parecer, procedía del Panteón. Y en vez de irse por la calleja que llevaba a la Piazza Della Minerva, entró al templo sin ser visto. Traspuso la puerta del edificio circular y le rozó una pierna y la punta de los dedos de su diestra el cuerpo de un animal negro. Se congeló en su sitio. Miró por encima de su hombro. El animal que dejaba el panteón no era una pantera, como le había parecido un instante, sino un rottweiler gigantesco, responsable de haber sembrado el pánico en la fauna turística. En unas baldosas había manchas de sangre, sobre las que la multitud en fuga había patinado. Del agujero abierto de la cúpula, bajaba un cono de luz lechosa, por el que caía la lluvia al interior del templo con lentitud irreal. Y el agua no era ruidosa como la de la fuente de la plaza. Tenía el sonido hondo e intermitente de las caídas de agua de las grutas profundas. No pudo resistirse. Se puso bajo el cono de luz y se dejó mojar por esa agua bendita con los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás y los brazos abiertos, como si oficiara misa en el mismísimo Paraíso (su rostro mojado y risueño tenía una expresión beatífica). La música del cello resonaba en el templo lejana y vibrante. Los astros se habían alineado y él, Mario Moneglio, estaba ahí solo, en el Panteón romano, como un sacerdote representante de los dioses y religiones de todos los tiempos, y no de un credo en particular. Fue un instante de eternidad, que quebró el estruendo de dos disparos.

* Galáctica Ediciones.

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