Risas, llanto y sorpresa de Tapalín al verse en el espejo de su película

Risas, llanto y sorpresa de Tapalín al verse en el espejo de su película

LA GACETA acompañó al artista durante la proyección de su filme y espió sus reacciones. “Esta es la culminación ideal de mi carrera”.

DESBORDADO DE EMOCIÓN. Tapalín (sin traje de payaso) saludó y agradeció al público que fue al Caviglia.  la gaceta / fotos de inés quinteros orio DESBORDADO DE EMOCIÓN. Tapalín (sin traje de payaso) saludó y agradeció al público que fue al Caviglia. la gaceta / fotos de inés quinteros orio
Son las 20.30 del miércoles. César Quiroga aguarda impaciente. Recorre su casa con gesto intranquilo; el auto que debía buscarlo para conducirlo al teatro Caviglia, donde en pocos minutos se estrenará la película sobre su vida, lleva un cuarto de hora demorado. Alisa con sus manos huesudas la ropa que ha comprado especialmente para la ocasión: camisa roja y pantalón verde, que combina con mocasines blancos. “Tal vez algunos se pregunten qué hace este viejo con ropa de joven, pero la cuestión está en elegir bien, en no quedar ridículo”, dirá después. Para cuando el reloj marca las 21 -la hora anunciada para la proyección-, Quiroga ya no sabe controlar la ansiedad. Ha prestado durante cuatro años su voz, su cuerpo y su espíritu a este documental, elegido para inaugurar el Festival Tucumán Cine, y no concibe perderse un minuto del acto. Pero el vehículo enviado por la organización no llegará nunca (más tarde le explicarán que el chofer se ha perdido en las barriadas de El Manantial, donde él vive) y, exasperado por el avance de las agujas, decide llamar a un taxi.

El auto de alquiler que transporta a Quiroga llega al Caviglia cuando acaban de finalizar las actuaciones del Ballet y el Coro Estables. El público y los funcionarios, absortos en el show, le dan la espalda a la figura tambaleante que baja del vehículo. Sin el traje de payaso, sin el maquillaje, sin la pompa ni la aclamación popular, casi nadie advierte de quién se trata. Tapalín -la autoproclamada estrella de la noche, el gran protagonista- es uno más entre la multitud cuando entra a la sala.

- ¿Está nervioso?

Tapalín responde con el automatismo de quien ha previsto esa pregunta.

- No, emocionado.

Miente. Está nervioso y mucho. Se le nota en la ansiedad de los ojos con los que recorre la pantalla, en una leve tembladera de las manos, en una contracción repentina e inconsciente del rostro cada vez que algo lo sorprende. Lo han dirigido a la primera fila del Espacio Incaa -que quedó inaugurado junto con la apertura del Festival-, al lado de los directores del filme (Belina Zavadisca, Federico Delpero Béjar y Mariana Rotundo) y varias autoridades: el titular del Ente de Cultura, Mauricio Guzman; el director de Medios Audiovisuales, Rafael Vásquez Rivera; y el gerente de Acción Federal del Incaa, Félix Fiore, entre otros.

La gran concurrencia sorprende a Tapalín; lo halaga. “¡Se me está alabando mucho!”, murmura con humildad exagerada cada vez que escucha su seudónimo en boca de las autoridades encargadas de los discursos. No lo alaban, en verdad, solo pronuncian varias veces el título de la película, pero al animador todo le parece un elogio desmedido, un homenaje que supera sus expectativas. De a ratos, adquiere los gestos y la actitud de un niño, y la mente se le llena de inquietudes. “¿La película se pasará así de gigante?”, pregunta primero, maravillado por las dimensiones de la pantalla. “¿Se verá en colores?”, quiere saber después. Pero la sorpresa más grande le llega cuando descubre que todas las películas del Festival tienen subtítulos en inglés. “¡¿La mía también?!”, grita, y cuando escucha que la respuesta es afirmativa se mueve extasiado en su asiento.

No pierde el entusiasmo ni siquiera cuando, después de las alocuciones protocolares, la primera y la segunda fila del auditorio -las que contienen a las autoridades nacionales y provinciales- se levantan casi íntegras, segundos antes de que empiece la película. Se entretiene, mientras tanto, con las cámaras de fotos que le apuntan al rostro: las saluda, les tira besos, les dirige sucesiones infinitas de su frase “¿qué tal yo?”. Sonríe espléndidamente. “Esto es una bestialidad, no sé si lo merezco -expresa, poco antes de que larguen los títulos preliminares de “Tapalín, la película”- ¡Ahí está! Bueno, bueno, ya está”.

Resopla. El documental está por empezar.

El filme comienza con imágenes de archivo cedidas a los directores por Canal 10, en las que se ve al payaso orquestando un concurso de canto entre tres niños. El decorado dominado por una botella gigante de Coca Cola, la estética ochentosa y la cumbia que canta uno de los pequeños hacen reír al público ni bien iniciada la proyección, y Tapalín -que observa todo con la boca entreabierta y la expresión ensimismada- sonríe también, solo por el placer de escuchar las carcajadas a sus espaldas. Pocos minutos después, sin embargo, la cara se le contrae en un gesto de dolor: en la pantalla, una niña tararea la canción del Ratón Pérez y eso parece haberlo emocionado. Esa alternancia sin transiciones entre la risa y las lágrimas será una constante en las reacciones de Tapalín durante todo el filme.

De repente, un audio lo paraliza: es el de su propia voz joven, cuando cantaba bajo el seudónimo de Carlos Geomar, música que acompaña los tramos del documental que revisan su pasado. “¡Qué bonito, qué bonito! -murmura, las manos súbitamente llevadas al pecho-. ¿Sabés qué pienso? Que debería hacerse una película de cada artista tucumano, eso pienso. Esta vez me toco a mí porque, bueno, yo tengo la suerte marcada. ¿Y sabés qué descubrí? Que no soy tan mal actor. Ya muchos me decían que era un buen actor, pero no me lo creía porque me parecía imposible ser un buen actor, un buen cantante, un buen animador; creerse tanto es ser vanidoso. Pero ahora veo que sí, que en efecto lo soy”.

Hay escenas que inéditamente le provocan la sorpresa de lo desconocido. Ocurre, por ejemplo, cuando aparece un plano de la fachada de su casa, lo que lo lleva a gritar “¡ahí vivo yo!”. O cuando se ve metido en traje de payaso conduciendo su Ford Ka rojo por la vieja ruta 38: “¡mirá, mirá, ahí voy yo!”. Pero, sobre todo, Tapalín ríe. Lo hace más por reflejo, cada vez que escucha las carcajadas de la audiencia, que por iniciativa propia. Lo hace incluso en las partes que podrían molestarlo, como cuando los directores resaltan su falta de espontaneidad ante las cámaras o cuando ve incluida una escena que expresamente había pedido no poner.

- No vaya a enojarse por eso, ¿no?

- No, no. Si la gente se ríe, yo nunca me enojo.

En un momento, la pantalla se llena de un primer plano de Tapalín llevándose lenta y dramáticamente las manos a la cara. Desde su butaca, él se desconcierta: “no tengo la menor idea de cuándo sucedió eso”.

- ¿Pero le gusta?

- Me encanta, me encanta. No quiero ser vanidoso, pero la película es muy buena. Si yo fuera crítico, diría que la variedad de los personajes es cautivante.

La pantalla vuelve a demandar su atención. En ese espejo, Tapalín se ve interpretando la canción “El loco”, un éxito que en verdad le pertenece a Geomar (su otro alter ego) y que, asegura, fue número uno mundial. Del otro lado del auditorio él sigue la canción con sus labios. Hacia el final, se anima a cantar en voz alta: “si me llaman el loco/ porque el mundo es así/ la verdad sí estoy loco/ pero loco por ti”.

El final de la película genera un aplauso encendido. Tapalín se retuerce de la felicidad en su asiento y, en un rápido vistazo, llega a advertir que la sala se está despoblando. No contiene sus ganas de mantener la atención y salta como eyectado de la butaca. “¡Gracias, muchas gracias!”, grita de frente al auditorio y la aclamación se reaviva. No puede decir más nada. Minutos después, lo acomete una última reflexión: “esta es la culminación ideal de 30 años de carrera. El día que Dios diga ‘basta’, yo habré sido feliz”.

- ¿Extraña algo del pasado?

- ¡No! Yo no vivo de recuerdos.

Tapalín piensa un largo rato. Luego ratifica, más que nada para sí mismo: “no, yo no vivo de recuerdos”.

Tamaño texto
Comentarios
Comentarios