De la ludopatía nadie se hace cargo

De la ludopatía nadie se hace cargo

¿Hay un hilo conductor entre Tucumán y Miami, algún elemento coincidente? Sí: son piedras en el zapato de Cristóbal López, uno de los zares del juego en la Argentina. De aquí debió marcharse en 2007, cuando bajó la persiana el Casino Club de Adolfo de la Vega al 400. En Miami se vio obligado a cerrar su casino a causa de la bajísima rentabilidad y de sospechosos atrasos con el fisco (infinitamente más preciso y riguroso en Estados Unidos que en estas tierras). En Tucumán y en Miami el negocio del juego está prolijamente parcelado y a los nuevos actores que pretenden obtener una tajada los dueños de casa les muestran los dientes. Por más que se llamen Cristóbal López.

La caída del acuerdo con Ivisa por la remodelación del histórico hotel Savoy va más allá del aumento en los costos de la obra. ¿En qué otro lugar del mundo puede una empresa obtener una concesión tan jugosa como la que José Alperovich le había prometido a la firma de la familia Rosenzvit? Por decreto, cinco días antes de despedirse del sillón de Rivadavia, Néstor Kirchner les obsequió a López y a su socio, Federico De Achával, una prórroga en la explotación de las máquinas tragamonedas del Hipódromo de Palermo hasta 2032. Alperovich le entregaba a Ivisa los “slots” del Savoy hasta 2065.

Los empresarios conocen los hábitos de sus clientes y distribuyen las oferta en consecuencia. El Sheraton y el Hilton capturan al jugador que elige la suntuosidad de los hoteles, la discreción de sus estacionamientos subterráneos. Ivisa saldría desde muy atrás en esa carrera, urgida por acelerar en una pista demasiado estrecha y resbaladiza. Punto en contra.

En su ensayo “El poder del juego”, los investigadores Federico Poore y Ramón Indart revelan el entramado que sostiene el negocio. Para ellos, la que pasó no fue una década ganada ni perdida, sino una “década jugada”. Las historias revelan cómo los “slots”, bingos, casinos y ruletas electrónicas cuentan o contaron con el aval de Menem, Duhalde, Ruckauf, Solá, los Kirchner, De la Sota, Macri y Binner. Ni hablar de Alperovich y la mayoría de los caudillos provinciales, empezando por Maurice Closs, quien convirtió a Misiones en una Las Vegas del subdesarrollo.

Durante 2013 los argentinos apostaron 105.000 millones de pesos, la deuda con los fondos buitre multiplicada por mucho más de 10 si nos ajustamos al dólar oficial. En el país funcionan más de 70.000 máquinas tragamonedas, el negocio perfecto: es imposible que salte la banca porque un software controla que el “slot” pague en premios sólo un porcentaje del bruto del dinero que recibe.

A cara descubierta -como el clan Ale o Roberto Sagra- o con testaferros, los operadores del juego controlan el territorio provincial, atentos a la irrupción de pesos pesados. En Tucumán hay una máquina tragamoneda cada 1.300 habitantes. Es una cifra estimativa, porque además de los slots “oficiales” que controla -y de las que recibe un canon- la Caja Popular de Ahorros hay un número indeterminado de máquinas en negro.

Detrás de las cifras y de las inversiones que rara vez entrañan un riesgo, de las denuncias de corrupción y de las sospechas, queda el desgarramiento del tejido social que provoca la ludopatía. En un casino no hay ventanas ni relojes, por lo que al tiempo no lo miden la luz ni los minutos. La compulsión por el juego es socialmente horizontal y las franjas etarias se expanden cada vez más hacia los jóvenes. De las familias y los proyectos de vida aniquilados al compás de los rutilantes parpadeos de los “slots” prácticamente no hay estadísticas; apenas estimaciones edificadas a partir de sueldos que se licúan en una tarde y de deudas interminables y opresivas.

Casino Club, Boldt, Codere, los Daniel (Angelici y Mautone), Roggio, Ivisa, todos buques insignia del juego en la Argentina, comparten con sus pares tucumanos la responsabilidad por la epidemia de ludopatía que invade el país. De esos cientos de miles de enfermos nadie se hace cargo.

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