El Mollar: Don Justo Méndez, el violinero del cerro que contagia vida con su música

El Mollar: Don Justo Méndez, el violinero del cerro que contagia vida con su música

En un escenario en la reserva arqueológica de los Menhires homenajearon al maestro que promociona la cultura popular en los Valles

EN EL ESCENARIO. El homenajeado interpreta una zamba frente al cerro. EN EL ESCENARIO. El homenajeado interpreta una zamba frente al cerro.

Si el año que viene, por esas cosas de la vida, lo invitan al cumpleaños de don Justino Méndez no lo dude: vaya. No se arrepentirá. En el Mollar, los invitados bailan. Cantan coplas. Cuentan cuentos. Bailan otra más. Comen locro. Brindan con vino tinto y siguen bailando. Es muy probable que, mientras usted lee estas líneas, allá en el Mollar, todavía sigan bailando por los 90 años del hombre más famoso de todo el valle. Le llaman el violinero mayor.

Justino tiene el rostro curtido por el sol y las manos rugosas de tanto trabajar la tierra. Es músico. Aprendió a tocar de oído, pero nunca vivió de la música. Con ese instrumento sí aprendió lo que significa ser feliz. La primera vez que tuvo un violín en sus manos fue en tiempos de adolescente.

Sandalio, su padre, se compró un violín, porque tenía la ilusión de aprender a tocar, pero las obligaciones del campo no le dejaban tiempo para practicar. Lo cuidaba como oro. No quería que nadie se acercara al violín. Era un hombre riguroso. Pero su hijo Justino creció y empezó a animarse. Cada vez que Sandalio se iba a a caballo a Santa Lucía para traer mercadería, Justino sacaba el violín y empezaba a improvisar a escondidas.

Todo iba bien con las prácticas furtivas sin que su padre supiera nada. Pero una vez, Sandalio debió haber sospechado algo, porque regresó antes de tiempo. Llegó a la casa y descubrió a su hijo tocando el violín. Se acercó por detrás y sin hacer ruido. Justino tocaba entusiasmado sin notar su presencia.

Con el dedo índice, el padre le tocó el hombro como si fuese el pico de un pájaro carpintero. Justino quedó helado. Antes de girar la cabeza presintió que era su padre y temió lo peor. Sabía que eso no iba a quedar así nomás. Para sorpresa de todos, Sandalio le dijo a Justino que como él no podía practicar, le regalaba el violín.

Tenía 18 años, cuando su padre le hizo el mejor regalo de su vida. Al menos, el obsequio que nunca más olvidaría. Y así empezó a tocar día y noche, a veces sin horario ni final.

Año a año aprendió chacareras, zambas, polkas, tangos, y todo lo que le hicieran escuchar una o dos veces, ya era capaz de interpretarlo.

Dos días en mula

Nació en su propia casa, como ocurría en aquellos tiempos, el 17 de septiembre de 1924. Para la época de la zafra, las familias bajaban a caballo desde El Mollar hasta Acheral. No había ruta ni mucho menos asfalto. Con la carga en las mulas bajaban por senderos en medio del monte.

Era un viaje de dos días y tenían que hacer noche en la mitad del camino. La caña de azúcar estaba lista para la cosecha, cuando Doña Andrea estaba embarazada. Bajaron a San José (en el llano de la zona de Acheral) y en medio de la zafra tuvieron que llamar a la partera.

Al final de la cosecha, la familia regresó a El Mollar. Justino era un bebé de meses, que nunca más dejó la montaña. Forjó su destino de musiquero y el talento creció tanto que traspasó las fronteras de los valles. Pasó por escenarios de Buenos Aires, Mendoza, y se dio mañas para criar a sus 10 hijos. El viernes, sus amigos, familiares y vecinos bajaron de los cerros para rendirle homenaje en un escenario en la Reserva Arqueológica de Menhires.

Las copleras le regalaron su canto; mientras los escolares desfilaron con delantales blancos. Desde Monteros llegaron los chicos de la escuela de arte popular con sus violines a cuestas. Algunos lugareños, vestidos de gauchos, acercaron su abrazo.

Le cantaron el felizcumpleaños en quechua y no se cansó de repartir besos como el dueño de la fiesta. Las pequeñas bailarinas mostraron su gracia sobre el escenario con los coquetos trajes blancos con cintas rojas. Los gauchitos con su sombrero negro zapatearon una chacarera hasta que llegó el turno del maestro.

Justino Méndez levantó el violín como si fuese un hijo en brazos, lo posó sobre el lado izquierdo del pecho y su música paseó con el viento por el valle.

“Esta zamba ha nacido allá, en la parte más alta del Nuñorco. De un lugar que se llama El Pedregal. De ahí ha venido esta zamba y se ha puesto adentro de mi violín y ahora la van a poder escuchar”, dijo señalando al cerro de pie en el centro del escenario, mientras algunas parejas bailaron al pie del escenario.



Coplas y chacareras

Después del mediodía, la fiesta siguió en otro escenario. En un salón al costado de un campo de fútbol, Justino recibió una torta gigante con forma de violín. Sus hijos sirvieron empanadas, locro y vino tinto. La música sonaba en los parlantes tan fuerte que servía para tapar las conversaciones y las risas. Dos mujeres, copleras y amigas de la familia, hicieron punta para el baile y con el pañuelo al viento arrancaron los primeros aplausos. Más de un invitado preguntaba si Justino se animaría a bailar. Mirta Méndez, una de sus hijas, fue a buscarlo en la mesa central y lo acompañó hasta un extremo del salón, donde lo dejó en manos de una compañera de baile, que lucía coqueta su sombrero. Con una chacarera se le iluminaron los ojos y se le agrandó la sonrisa. Justino bailó como en los años mozos y acaparó los aplausos de todos.

“Para mí... cumplir 90 años no es un sufrimiento -dice Justino-. Todavía puedo andar haciendo mis cosas. Me siento feliz y hoy más, con este homenaje. Hasta el momento la paso bien. No sé de otra gente de menos años de mí y sufren, ya no pueden salir, pero yo todavía puedo andar.

¿Y cuál es el secreto para lograrlo?... “Francamente depende de uno, del organismo, de la mentalidad y que nuestra persona se mantenga bien, así pueden hacer más años también. Yo la he pasado bien”, responde sonriente. “Pero yo me miro en el espejo y sé que no estoy joven, ya tengo mis 90 años”...

El ejemplo del padre.- Marcelo Méndez, el más shulko (el menor) de los hijos de Justino recuerda que su padre nunca probó el tabaco. “No fuma -asegura- y en aquellos tiempos sólo tomaba una copa de vino, nada más”. Dice que Justino es un hombre inquieto. “Si nos descuidamos un rato, ya está subido a un árbol podándo para cuidar su huerta. Tiene fortaleza”, resalta emocionado.

Un grupo musical.- Al escuchar tocar el violín al joven Justino Méndez se corrió la voz por todo el valle. En un par de semanas, un grupo de vecinos llegó a la casa de la familia Méndez. Querían que el joven saliera con ellos a tocar en las fiestas, pero antes debían tener el permiso del padre, don Sandalio. El hombre aprobó que su hijo se fuera con el violín bajo el brazo. Así se formó el grupo de música que integraron Lorenzo Ochoa, Francisco Ríos, Demetrio Ríos y Linario Ochoa. Todos eran vecinos de la zona conocida como “Casas viejas”.

Una despedida especial.- Hace poco murió un hermano de Justino Méndez. Dice que él se despidió en un sueño. “Yo sentía como que alguien se iba a morir, pero no sabía que era mi hermano”, recuerda.

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