El Bioy deportista
“Sólo aceptaría ir al cielo si me aseguraran que allá habrá una cancha de tenis”. Hacía años que había abandonado a Adolfo Bioy Casares, hasta que me encontré con esa frase -con la que en ese momento sentí plena identificación- y me enteré del amor que tenía por el tenis el autor, entre otras obras, de “La invención de Morel”.

Y ahora, mientras se celebra el centenario de su nacimiento, me topo con un texto hermoso que me acerca mucho más al Bioy deportista. “Contar el juego. Literatura y Deporte en Argentina”, obra reciente del colega Ariel Scher (editado por Capital Intelectual), nos ofrece en realidad un recorrido formidable por los mundos durante mucho tiempo enfrentados de las letras y el deporte. Desfilan en la gran pluma de Scher todos los vínculos deportivos que formaron parte de la obra pero también de la vida de escritores como Eduardo Sacheri, Haroldo Conti, Julio Cortázar, Osvaldo Soriano, Roberto Fontanarrosa, Juan Sasturain, Rodolfo Braceli y Martín Caparrós, además de Bioy, por supuesto.

Cada uno de ellos, está claro, podría tener aquí su espacio propio. Y acaso con más detalle, porque algunos (Fontanarrosa, Sasturain y Sacheri, por ejemplo), tienen vínculos más poderosos y entrañables con el fútbol. “Los argentinos -me dijo una vez un colega español- le han dado grandes cracks y grandes equipos a la historia del fútbol, pero también le han dado letra a la pelota”. Más novedoso, resulta entonces compartir al Bioy deportista que nos ofrece Scher. Porque acaso es bien conocido el cuento “Esse Est Percipi” (Ser es ser percibido), que escribió con Jorge Luis Borges (quien aborrecía el fútbol), ambos bajo el seudónimo compartido de Bustos Domecq. “El último partido de fútbol -dice allí Tulio Savastano, presidente del Abasto Juniors- se jugó en esta capital el día 24 de junio del 37. Desde aquel preciso momento, el fútbol, al igual que la vasta gama de los deportes, es un género dramático, a cargo de un solo hombre en una cabina o de actores con camiseta ante el cameraman”. Hoy “todo es una patraña” que “pasa en la televisión y en la radio”. Y “el género humano -sigue Savastano- está en casa, repantingado, atento a la pantalla o al locutor, cuando no a la prensa amarilla”. El cuento, bueno es recordarlo, fue escrito en 1967.

Scher nos habla de un Bioy mucho más rico. Acepta que Bioy no iba a la cancha. “No vas a comparar un fútbol egoísta, puro individualismo y firulete, con la científica planificación del partido, hasta el último detalle, hoy de rigor”, dice, sin embargo, uno de los personajes de “Diario de la guerra del cerdo”. “Si no viste jugar a Potenzone -dice otro protagonista de “El sueño de los héroes”- entonces no hablés de fútbol… Es un mago con ball, puro firulete y fioritura, pero cuando llega frente al arco, el hombre pierde empuje, carece de fibra y el tanto más seguro queda en nada”. En “La trama celeste” aparece Vélez y en “Dormir al sol” Atlanta. Y en el cuento “Nuestro viaje” vemos jugar a “Carlitos”, el 9 de Reims que hace “una extraordinaria jugada” y “mete un gol para la historia” al París Saint Germain. “Carlitos” no es otro que Carlos Bianchi, goleador brillante décadas atrás en Francia. “Da placer aparecer en una historia así -dice el propio Bianchi- es como eternizar un momento”.

En “Descanso de caminantes”, Bioy habla ya del Bioy-jugador. Miembro de, según dice, un gran equipo que jugaba en el KDT de Palermo que también integraban los hermanos Julio y Carlos Menditeguy. “Yo -se describe- era un centroforward velocísimo, hábil para llevar la pelota a las cercanías del arco contrario”. Menos dotado para el boxeo, Bioy lo dejó a los 16 años, después de recibir “un swing terrible en cada oreja” en un ring frente a la Rambla, en Mar del Plata. Igual que Julio Cortázar, Bioy admiró a Justo Suárez y sufrió de niño “como una desgracia personal” la derrota tramposa de Luis Angel Firpo contra Jack Dempsey. Acaso a Firpo, nos dice Scher, se debe el nombre “Luis Angel” de “Morales”, pugilista irregular, taxista de la novela “Un campeón desparejo”, que Bioy publicó cuando tenía 79 años.

Si bien soñó con correr carreras porque tenía “una pasión ridícula” por los autos, nadaba en Playa Grande (Mar del Plata) y fue “un veloz tres cuartos” de rugby, Bioy, como sugerimos al inicio, tuvo como deseo prioritario “ganar en Roland Garros”. Fue rival y amigo de Felisa Piedrola y Mary Terán de Weiss, dos de las más grandes jugadoras del tenis argentino y campeón de menores de 18 años y miembro del equipo de Tercera en el tradicional Buenos Aires Lawn Tenis Club. Y jugó con muy buenos tenistas nacionales de sus tiempos, como Guillermo Robson, Héctor Cataruzza y Carlos Lynch. Escribió un artículo del Buenos Aires, cuando el club que durante décadas fue sede de la Copa Davis cumplió 100 años de vida. Escritor de clase acomodada, Bioy escribió también sobre el Jockey Club, escenario de “Mito de Orfeo y de Eurídice”, un relato que incluye la quema de la sede en calle Florida, en 1953, en años de peronismo y antiperonismo. A los 13 años, creyó que llegaría a ser el número uno del mundo. Hasta que advirtió sus limitaciones.

“Era lo que más me gustaba, pero fui un entusiasta jugador mediocre… Sospecho que mi cuerpo -ironizó una vez- espontáneamente jugaba bien, pero mi mente preveía y atraía los errores. Tuve un saque y un revés eficaces, pero el drive se me enfermaba con frecuencia”. Hay tenis en sus cuentos y novelas. Y Scher nos recuerda las palabras de Bioy cuando recibió el Premio Cervantes en el Paraninfo de la Universidad Alcalá de Henares. “Lo que yo realmente quería -dijo allí Bioy- era correr 100 metros en nueve segundos y ser campeón de box y de tenis”. Porque el deporte -dijo también Bioy en una entrevista de 1998 a El Gráfico- nos enseña a ganar y a perder. Saber perder es muy ingrato, pero muy importante para la vida”.

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