Un niño, su mundo y sus colores

Él interrumpe, gesticula, insulta; levanta el tono de voz, lo baja. Pide disculpas, se sonroja, engrana, se sincera. Llora, pero nunca se deja caer. Cuando se lo acorrala, cuando lo arrinconan, él suspira, toma aire y contraataca. Y se pone de pie. Leal y transparente, nunca se calla.

Mueve los hombros, mira a su alrededor y se acomoda el sombrero. Palmea en su improvisado tambor: una oxidada lata, un poco de pegamento y cinco cintas, una encima de otra. Rojo, azul, dorado, verde y naranja. Su personalidad expresada en una paleta de colores. Su ira y su ternura. Sus ceños fruncidos y el hoyuelo que se dibuja en su cachete.

Desafía como un torero, recula como un niño. Exige explicaciones, esconde sus respuestas. Espía con la atención de un agente secreto, se distrae con la facilidad de un pajarito. Entonces vuela, reposa, mira para los costados, revolotea y parte. Nunca estará en donde lo encontraste la última vez.

Habla como compinche, aconseja como padre y se escuda como un hijo. Es un obsesivo y un apasionado; pero su norte siempre es el equilibrio. Hasta cuando parece que se suelta, inmediatamente se desacelera. Se arrepiente de sus decisiones, entra en crisis, sale y repite los errores. Se equivoca, insiste. Es exigente consigo mismo, con su entorno, con la vida. Reclama lealtad, exhibe confianza. Mira al cielo, aunque prefiere los pies sobre la tierra. Sueña, pero nunca cierra los ojos para evitar las sorpresas. En su universo nada queda librado a su suerte. Todo, absolutamente todo, debe marchar en un perfecto orden. Si es impar desde el principio, es impar hasta el final. Y si es par, todo va de dos en dos. Se refugia, contraataca, avanza, retrocede. Lee por todo lo que no se anima a escribir. Hiperquinético y frontal, ríe a carcajadas. Él está soñando que todo ese orden se descontractura. No quiere que lo despierten.

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