El cuarto sin ventanas *
14 Septiembre 2014
Por Adolfo Bioy CasaresPara LA GACETA - BERLÍN

Después de cinco o seis días en Berlín Oeste, me pregunté si Berlín Este no quedaba demasiado cerca para que yo emprendiera la vuelta sin verlo. Una discreta indagación, a través de conversaciones aparentemente casuales, me persuadió de que nadie consideraba la visita al sector Este como un acto de arrojo.

A unos 200 metros del hotel, tomé el ómnibus, que ya estaba repleto de turistas. e acuerdo que pensé: “Mientras no me aparte de este rebaño, nada me pasará”. Conseguí el último asiento libre. A mi lado iba un hombre de ojos vivaces, de mirada fuerte, parecido a una famosa estatua de Voltaire viejo, que vi no sé dónde. Era de mediana edad y de color aceituna. 

En el puesto fronterizo cambiamos de chofer y de guía. Quedamos estacionados, del otro lado de la línea divisoria, no menos de 20 minutos, al rayo del sol, frente a la aduana y al destacamento policial. Era una tarde de verano, muy calurosa. Una señora protestó en voz alta. Cuando un policía, que la encañonó con su ametralladora, le dijo que se callara, la mujer pareció al borde de un ataque de nervios. Procedieron los policías a una aparatosa inspección del vehículo. Miraron todo, aún debajo de los asientos, donde no cabía nadie. Examinaron pasaportes, cotejaron caras y fotografías. ¡Cómo envidié a los compañeros de excursión, casi todos turistas norteamericanos, ingleses y franceses, que mostraban pasaportes con fotos grandes y nítidas! La del mío, apenas mayor que una estampilla y un poco borrosa, provocó momentos de ansiedad. Los polizontes no se resolvían a creer que yo fuera el fotografiado. El compañero de asiento me dijo:

- Calme esos nervios, mi buen señor. El pésimo trato que nos dan los policías no es más que un estilo. Acá son famosos por el temor que infunden y, usted sabe, cuando alguien alcanza fama, procura mantenerla.

Hablé como un pedante:

- Maltratar a las visitas fue siempre una falta de urbanidad. El turista es una visita.

- Cuando no un agente secreto. ¿O supone que todos estos americanos, con su aire de granjeros, son tan inocentes como parecen?

- Me atengo a los hechos. Se demoraron con mi pasaporte. El suyo prácticamente lo pasaron por alto.

- No se preocupe. Usted es argentino. Un ente irreal para ellos. Algo que está fuera de la conciencia del policía tudesco. En cambio yo soy un italiano de Berlín Este, que vive en Berlín Oeste. Un poco de mala suerte, y una de estas excursiones puede costarme caro. Sin embargo, aquí me tiene. 

El italiano se presentó. Se llamaba Ricardo Brescia. Tenía pelo negro, echado para atrás, frente alta, ojos de mirada firme, nariz y pómulos prominentes, manos movedizas, traje arugado , de tela ordinaria, marrón. Me preguntó de qué me ocupaba.

- Soy escritor -contesté.

- Yo, cosmógrafo.

- Lo que dice me trae a la memoria mi primera preocupación intelectual. Es raro: no se vinculaba a la literatura, sino a la cosmografía. 

- ¿Cuál era esa primera preocupación? 

- Tal vez no deba llamar así a la perplejidad de un chico. Me preguntaba cómo sería el límite del universo. Alguna forma, algún aspecto, debía de tener. Porque el límite del universo, por lejos que esté, existe.

- Desde luego. ¿Llegó a imaginarlo?

- Vaya uno a saber por qué imaginaba un cuarto desnudo, sin ventanas, con las paredes descascaradas y musgosas, con el piso gris, de cemento.

- No se equivocaba demasiado.

- Lo que más me preocupaba era que del otro lado de las paredes no hubiera nada, ni siquiera vacío.

Sin pedir autorización, algunos turistas empezaron a fotografiar desde el ómnibus, edificios, monumentos y aún a la gente que andaba por la calle. Temí que se produjera altercados con el guía. Nada ocurrió, pero mis nervios, que se habían calmado, afloraron de nuevo.

Nos detuvimos en una avenida, entre una hilera de quioscos para la venta de recuerdos y el gran portón de un parque. Mientras el guía explicaba que recorrer ese parque nos llevaría más de media hora, Brescia me dijo por lo bajo:

- Sígame. Le voy a mostrar algo que le va a interesar.

- No quiero disgustos -repliqué-. Si la orden es recorrer el parque, voy a recorrerlo. Mientras no me aleje del grupo, me siento protegido.

- No le va a pasar nada. El paseo dura exactamente 45 minutos. Tiempo de sobra para que le muestre algo que le va a interesar.

El italiano estaba tan seguro de que su proposición era razonable, que no tuve fuerzas para oponerme. Sin duda hay circunstancias en que la mente funciona de modo inesperado. Lo que poco antes se me presentaba como una locura, ahora me atraía como un buen pretexto para evitar una larga caminata. Recuerdo que pensé: “No vine a Berlín a visitar árboles”.

Si no me engaña la memoria, estábamos en lo alto de una moderadísima loma de la llanura berlinesa. Mientras los turistas, en grupo, se encaminaban al portón, Brescia y yo descendimos una barranca, larga y en declive, que había detrás de los quioscos. Finalmente nos internamos por una calle de casas bajas, que me recordó, tal vez por sus chiquilines jugando al fútbol, barrios periféricos de Buenos Aires. “Quién estuviera allá” me dije. Este pensamiento nostálgico reavivó, vaya uno a saber por qué, mis recelos. Debo admitir que la voz de Brescia me comunicó tranquilidad. Decía:

- Mi casa.

Era una casa baja, con balcones a los lados, puerta en el medio y terraza arriba. La cerradura debía estar rota, porque una cadena con candado sujetaba las dos hojas de la puerta. El italiano sacó de su bolsillo una llave de gran tamaño y abrió. Por un zaguán oscuro, de piso de mosaicos, llegamos a un cuarto interior. No podía creer lo que estaba viendo. El cuarto era idéntico al que imaginé cuando era chico. Cerca de uno de los ángulos había una escalera de caracol, de hierro, pintada de marrón y descolorida, con su guarda de agujeritos, a modo de puntilla, debajo del pasamanos. Por ahí se iba a la terraza. Preguntó el italiano:

- ¿Qué me cuenta, señor? El límite del universo, tal cual usted lo soñó.

© LA GACETA

* Este relato, ilustrado por Silvina Ocampo, fue publicado originalmente en este suplemento el 26 de enero de 1986.

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