Con sus títulos de médicos de la UNT ayudan en África

Con sus títulos de médicos de la UNT ayudan en África

Apenas terminó la guerra en Angola, en 2002, la iglesia evangélica llamó al médico tucumano Juan Emilio Palacios para que fuera a Lwena a hacerse cargo de una clínica para los heridos que había dejado el conflicto que duró 27 años. Palacios llegó en 2003 y desde entonces junto a su mujer, que también es médica, y dos enfermeras argentinas llevan a cabo un voluntariado de por vida

LA CLÍNICA frente del centro asistencial  que se hizo para los heridos de la guerra. LA CLÍNICA frente del centro asistencial que se hizo para los heridos de la guerra.
No necesitaron hablar. Sólo se miraron y supieron que había llegado el momento de armar las valijas. “¡Terminó la guerra! ¡Ya pueden venir a Angola!”, decía la carta de sus amigos africanos. Juan Emilio Palacios y su esposa Adriana Rosetto llevaban años esperando ese momento, desde que eran novios y estudiaban juntos la carrera en la Facultad de Medicina de la UNT.

Hasta aquel año, 2002, cuando se firmó la paz en Angola, Juan Emilio y Adriana habían recorrido otras zonas tanto o más necesitadas que ese país africano: habían estado un año en 1992 en el Golfo de Nueva Guinea (África central), cinco años en el Amazonas (Brasil) y cuatro en Mozambique (África). En cada lugar habían vivido experiencias propias de una novela de aventuras. En el Amazonas vivieron en un barco hospital que recorría las aldeas ribereñas. En Nueva Guinea conocieron a su único hijo, Didier, que hoy tiene 24 años y estudia en Tucumán, donde vive con su abuela, mientras sus padres siguen la voz del Señor, que los llama a ir de dos en dos a predicar la salvación.

Didier es fruto de esa primera misión en Nueva Guinea, en cuyas aldeas Juan Emilio y Adriana se internaban hasta lo más profundo para buscar enfermos. Todos los chicos que atendían eran desnutridos, pero hubo uno cuyos ojos Adriana jamás olvidará. “Era piel y huesos”, recuerda apretando los párpados. Parecía un bebé pero con la cabeza de un niño de dos años. Su madre no recordaba cuándo había nacido. Se llamaba Fermín y pertenecía a la tribu Bubi. Su mamá debía caminar 17 kilómetros hasta el dispensario con el niño en brazos. Pesaba cinco kilos y medio y presentaba cicatrices en todo el cuerpo, que le había producido el brujo de la tribu que pensaba que el sangrado hacía bajar la fiebre. “Le dimos antipalúdicos, antiparasitarios, antifebril y multivitaminas, pero el niño seguía mal. Luego nos dimos cuenta: en la cultura africana primero comen los adultos y lo que queda es para los niños. Pero la familia era demasiado pobre”, cuenta Adriana desde su casa en Angola, donde la visitó LA GACETA.

La médica le propuso a la mamá, que tenía otros ocho hijos, llevarse al enfermo para alimentarlo y curarlo. Ella accedió y antes de despedirse de su hijo, pidió una tijera y le cortó los tratamientos de la medicina tradicional: un collar con vértebras de víbora, una pulsera y una cuerda alrededor de su barriga con una bolsita que contenía algo para protegerlo de la muerte.

Cada semana llevaban a Fermín a la aldea Baloeri para que visite a su mamá. El pequeño se recuperaba a pasos agigantados. “Me da pena de que el niño vuelva a su casa y empeore por la falta de alimento”, le dijo Adriana a su esposo. “Pienso lo mismo, pero prometeme que no se lo vas a pedir a su madre”, le advirtió su marido. Ella asintió tristona, por eso casi salta de alegría cuando ese mismo día, apenas llegaron a la aldea, la mamá se acercó con ansiedad a los esposos y les pidió: ‘por favor, quédense con Fermín, conmigo va a morir”. Juan y Adriana lo interpretaron como una señal del Cielo.

Sin luz ni agua

¿África es una pasión? Los dos se miran y ríen ante la pregunta. “No, para nada. Es una decisión. No es fácil vivir aquí, sin agua corriente ni luz eléctrica y con un montón de enfermedades. La idea romántica de misionar en África se te va a los dos meses”, dejan escapar una larga carcajada. Juan y Adriana viven hace 11 años en Luwena, una ciudad que dista 1.300 kilómetros de la capital de Angola, Luanda. En la clínica Jesús Salva de la iglesia Evangélica atienden a unos 200 pacientes por día, junto con otras dos enfermeras voluntarias argentinas, Elizabeth Rueda, egresada de la UNT, y Liliana Díaz, de Salta.

Hace apenas seis años en la clínica evangélica no había luz hasta que se consiguió un generador de energía gracias a una donación. “Hasta entonces teníamos que comprar el agua y alumbrábamos con lámparas a gasoil”, dice. “El pueblo sigue viviendo así, aprovechando al máximo las horas del día y acarreando agua en bidones desde los ríos cercanos”, agrega Juan.

Pero Juan y Adriana no se quejan: “te acostumbrás a las carencias”. Cierto es que los cuatro argentinos no tienen mucho tiempo para distracciones. Están de guardia permanente. “Necesitamos médicos, y sobre todo algunas especialidades que no tenemos, como oculistas y odontólogos. Pero no sólo profesionales, también nos hacen falta voluntarios de cualquier oficio”, remarcan.

¿Cuánto tiempo van a quedarse en África? “Hasta que nos den las fuerzas”, es la respuesta. Viven en una casa sencilla, adornada con alegres motivos del arte africano. Allí también hospedan a los voluntarios argentinos y norteamericanos que visitan la misión durante todo el año.

¿Hay alguna forma de aprender a ser un buen misionero? “Sí - sonríe Adriana -, imitando a Jesús”.

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