El último suspiro de Don José

El último suspiro de Don José

El primer diente, la primera cana, el último suspiro. Don José estaba a punto de morirse cuando advirtió que la vida le había resultado muy corta. Pensó en dejarle ese mensaje a la posteridad, pero pronto se percató de que la posteridad seguramente conocería el inexorable destino de la tumba. Sintió alivio por no tener que incorporarse para encender el velador, entintar la pluma y alistar el papel. “Ah, general, estas manos que blandieron sables corvos y arrancaron entrañas de un tirón ya no pueden siquiera escribir una carta”. Por primera vez en 72 años sintió que su espíritu revolucionario se diluía entre la añoranza y la resignación. Hasta los ruidos que llegaban desde la calle le parecían ajenos a su experiencia. Jamás se acostumbró al traqueteo de las carretas sobre los adoquines, ni a la ridícula pronunciación del bonjour, ni a la frialdad de un pueblo que no era el suyo. “Teniendo una casa tan grande, venir a morirse en una ajena...”

Abrió los ojos con esfuerzo. ¿Hacía cuánto que dormía? Una vieja enfermera andaluza dormía en una mecedora, al lado de su cama, tapada con una manta multicolor. Parecía una pasa de uva gigante perdida en una ensalada de frutas; hedía amargo, a vino rancio, orín y transpiración. Recordó que había visto un rostro así de arrugado hacía décadas, cuando andaba de campaña con el Ejército del Norte por el corazón de la República.

Ya había anochecido cuando apareció en su caballo blanco, triunfante y solitario, en una casona perdida en una arboleda de La Ramada de Abajo. Don José, que entonces tenía el vigor de un león, acababa de derrotar por cuenta propia a medio centenar de realistas. Andaba buscando una enorme estancia que le habían señalado como punto de encuentro. Al ver luz en una ventana pensó que alguien podría indicarle cómo llegar. Se acercó. En la galería, junto a un inmenso perro negro que dormía, estaba aquella anciana con cara de pasa de uva, idéntica a la enfermera andaluza. -Oiga, abuela, estoy en busca de la propiedad de los Gramajo, donde descansaré para seguir luego luchando por la Patria. ¿Sabe usted qué caminos debo seguir?-. La vieja se sacó el cigarro de la boca. Escupió una saliva negra y viscosa. -¡María de los Remedios, vení!-. El grito despertó al perro; el eco resonó en los montes y cerros cercanos. María de los Remedios apareció al instante por la puerta. Don José sintió escalofríos al escuchar ese nombre, que hasta entonces había tenido un solo rostro para él. Posó la mirada en la muchacha y sintió que el estómago lo traicionaba; incluso entre penumbras podía divisar la silueta generosa, los rasgos delicados, los labios dulces. -Ayudalo al señor, está yendo a lo de Gramajo y anda perdido. Explicalo, vos-. Don José se bajó del caballo, y mientras María de los Remedios se acercaba, sus piernas iban cediendo y el sudor le empapaba el uniforme. -Tiene que ir por ese camino, cuando llegue a la horqueta de la morera agarre para la derecha, siga por ahí un rato largo que va a encontrar la estancia-. Tuvo la certeza de que ella también estaba nerviosa: se había ruborizado y no quería mirarlo a los ojos. Entonces, sacó del bolsillo una medalla, tomó la mano de María de los Remedios y se la entregó. -Eternamente agradecido-, le murmuró. Ella, aprovechando la oscuridad y la ceguera de la abuela, le dio un tierno beso a Don José. Las bocas apenas se rozaron. -Gracias a usted, general-. Él montó de nuevo, volteó para observarla por última vez y siguió el rumbo señalado.

Los sonidos comenzaron a apagarse. Ya no le llegaban traqueteos de carretas, ni voces en francés. Tampoco podía percibir el hedor de la vieja enfermera andaluza. El tiempo y el espacio se tornaron confusos. Los dolores comenzaron a ceder. Sintió por unos instantes los labios de María de los Remedios. Todo sucedió demasiado rápido. El primer diente, la primera cana, el último suspiro.

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