El tesoro escondido
Dicen que uno deja de ser joven cuando comienza a pensar que todo tiempo pasado fue mejor. Bueno, si eso implica disfrutar de cosas que hoy los chicos desconocen, me hago cargo con dignidad de mis tres décadas. Lo pensé este fin de semana cuando en casa abrimos un placard y desenterramos un antiguo tesoro: el Family Game. Las sonrisas se hacían más y más grandes a medida de que las luces encendían y los joysticks (¡siempre se rompían!) también funcionaban. La humedad había arruinado los cartuchos, pero recurrimos a un viejo truquito: limpiarlos con colonia. ¡Qué emoción! ¿A qué jugamos primero? Era obvio, nos moríamos por revivir los ocho mundos de Súper Mario Bros, jugando una vida cada uno porque -es sabido- a nadie le gustaba ser Luigi. Las imágenes pixeladas del Tetris y del Circus Chablis, donde levantabas las manos como si eso te ayudara a saltar más alto y evitar que el león se quemara al atravesar los aros de fuego, despertaban muchísimos recuerdos. 

Cuántas noches en vela por intentar llegar a la final con los tanquecitos o el Street Fighter. Eso sí, las maratónicas competencias tenían que desarrollarse en paz, porque a la primera pelea aparecía papá, desenchufaba el transformador y lo escondía hasta nuevo aviso. Ni siquiera valía la pena mencionar que el hermano más grande era siempre player 1 y reiniciaba “accidentalmente” la consola cada vez que perdía. 

Cuántos lindos momentos nos diste, querido Family. Gracias por existir.

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