Miguel Cané en la selva tucumana

Miguel Cané en la selva tucumana

El joven periodista vino en 1876, para la inauguración del tren, y jamás olvidaría la impresión que le causó la naturaleza de Tucumán

LA SELVA DE TUCUMÁN. Para las “Vues pittoresques de la République Argentine”, de Germán Burmeister (1881), Adolfo Methfessel ejecutó este dibujo, titulado “Selva de laureles en Tucumán”. la gaceta / fotos de archivo LA SELVA DE TUCUMÁN. Para las “Vues pittoresques de la République Argentine”, de Germán Burmeister (1881), Adolfo Methfessel ejecutó este dibujo, titulado “Selva de laureles en Tucumán”. la gaceta / fotos de archivo
La inauguración del tren, en 1876, con la visita del presidente Nicolás Avellaneda y del ex presidente Domingo Faustino Sarmiento, convocó a Tucumán a una gran cantidad de personas. Entre los periodistas de la comitiva, venía el joven Miguel Cané. Nacido en Montevideo en 1851 durante el exilio de sus padres, Cané no era todavía el autor de “Juvenilia” –que aparecería ocho años después- sino un veinteañero inteligente con porvenir de literato y de político.

Ex alumno del Nacional de Buenos Aires durante el rectorado de Amadeo Jacques, en esos momentos cursaba los últimos años de Derecho y tenía una banca de diputado a la Legislatura porteña desde el año anterior. Había empezado a escribir en “La Tribuna”, de los Varela, y en “El Nacional”, que dirigían Sarmiento y Dalmacio Vélez Sarsfield.

El interés que tiene para nosotros la breve permanencia de Cané, reside en las tan entusiastas como poco conocidas páginas que dejó escritas sobre el ambiente humano y el bosque de Tucumán en esa época. Vale la pena entresacarlas.

¡En Tucumán!
Los porteños miraban con sarcasmo la inauguración del ferrocarril. Cuenta Gregorio Aráoz Alfaro que habían llegado a decir que “en el primer tren se iba a traer a todo Tucumán”. Y, en Córdoba, algunos amigos burlones aseguraban a Cané que tendría que dormir en la plaza, dada la escasez de alojamiento disponible para tan crecido número de personas.

El futuro autor de “Juvenilia” asienta su impresión inicial. En el tren, de pronto, atrae su mirada un cambio total en el paisaje. “Inmensas praderas de un verde lleno de frescura, árboles colosales, esbeltos en su tronco y elegantes en la lánguida manera como caen sus ramas profusamente cubiertas de hojas, campos de trigo moviéndose voluptuosamente al suave impulso del viento, inmensos sembrados de caña azucarera, bosques de naranjos cuyo aspecto aparece ante los ojos como un prisma en el cual se quebrara la luz produciendo cambiantes admirables, rebaños en todas direcciones, paisanos que se agolpan al paso del tren, con sus trajes de gala y su fisonomía abierta como el firmamento que los cubre y reflejando la alegría del paisaje, ‘cholas’ de bellísima cara, recostadas unas en otras con gracia inimitable… Todo es nuevo, todo semeja evocado mágicamente… ¡Estamos en Tucumán!”.´

Por la plaza
Ni bien baja del tren, Cané advierte que las prevenciones sobre la falta de alojamiento eran más que exageradas. “No hubo un solo individuo que se haya quedado sin alojamiento. Cada tucumano quería llevarse algún paseante a su casa: jamás espero ver un cuadro de hospitalidad más cordial”, escribe en “La Tribuna”.

A pesar del cansancio, acudió esa noche al paseo de moda, en la plaza Independencia. “Es un espléndido cuadrado de 175 varas por costado, rodeado por anchas veredas que corren entre dos hileras de naranjos y con una pirámide en el centro, más fea aún que nuestro ridículo monumento de Mayo y que, dado el buen gusto de los tucumanos, corre serio peligro de no eternizarse en ese punto”. Acertaba Cané: la pirámide sería sustituida en 1884 por la estatua de Belgrano. Por lo demás, “las dos fuentes de la plaza jugaban alegremente, las bandas de música se alternaban dentro de los quioscos y centenares de niñas recorrían las vastas veredas conversando bulliciosas”.

Caballos de Taboada
En el programa armado para los visitantes en los días que siguieron, figuraba un paseo a caballo al cerro. Un dueño de buenas caballadas en Tucumán era el general Antonino Taboada. El santiagueño, acérrimo mitrista, había optado por refugiarse en nuestra ciudad un año atrás, cuando terminó violentamente el poder de su familia en la provincia vecina.

Residía en la calle Rivadavia al 200, vereda del poniente. Como buen partidario de Adolfo Alsina, Cané había asestado más de un garrotazo al régimen de los Taboada en “La Tribuna”. Pero el general no cultivaba los rencores. Ofreció su casa para alojar a los diplomáticos, y facilitó al doctor Ángel Padilla varios caballos para quienes participaran en el paseo a San Javier.

El periodista Cané montó uno de ellos en la plaza Independencia, donde se concentraban los excursionistas. En otro caballo de Taboada subió Rufino Varela, y partieron al cerro integrando la alegre comitiva de unos setenta jinetes. Las damas habían sido excluidas, ante las dificultades del trayecto.

Algo maravilloso
Tras “una hora y media de marcha”, cuenta Cané, llegaron a Yerba Buena. Allí pudieron apreciar, narra, “un espectáculo maravilloso”, que se prolongó “hasta llegar a la cumbre, sin perder un momento su grandiosidad, ganada a cada instante por los paisajes que se desarrollaban al pie del cerro, a medida que trepábamos”.

Confesaba que le era difícil poner por escrito sus impresiones. “El hecho es que me siento aniquilado ante el simple recuerdo de aquella maravilla: jamás he visto una vegetación semejante”. Había admirado los Alpes suizos, había estado varias veces en Río de Janeiro, pero “todo es pálido, todo cede ante la opulencia agobiadora del suelo tucumano”.

Es que “hay algo de intensamente primitivo en esa grandeza salvaje: parecen restos de otras épocas perdidas en la edad del mundo, y para encontrar una vaga analogía en el espectáculo, se necesita recordar las ilustraciones que traen los libros de los viajeros de la India”.

Increíble vegetación
Divisaba, por ejemplo, “laureles gigantescos, cuyo tronco formidable mide tres o cuatro metros de circunferencia, levantándose al cielo arrogantes y esbeltos; lianas y enredaderas monstruosas que los cubren por completo, cayendo desde su copa en brazos sueltos de cinco a seis pulgadas de espesor, meciéndose lánguidamente ante la acción del viento; miles de parásitos incrustados en el árbol y viviendo de la generosa vida del gigante, especie de cactus arraigados en la bifurcación de sus brazos”.

O se le aparecían “naranjos silvestres que embalsaman el aire y encantan la vista con sus frutos de oro y sus hojas de un verde oscuro, que contrastan bellísimamente con el claro color del nogal silvestre, que a su vez parece pugnar en tamaño con los titánicos laureles; el arrayán, que ostenta su pequeña fruta roja, como rubíes engarzados en hojas de esmeralda”. En fin, “una vegetación vaga, indefinida, indescriptible, que se levanta confundida hasta veinte pies del suelo, con sus mil colores, con sus flores de toda especie”.

La “Puerta de San Javier”
Ante sus ojos se abrían “precipicios profundos a ambos lados del camino, cuyo fondo no se alcanza a ver, porque las copas de los árboles que arrancan de su lecho se elevan hasta la cumbre en que se marcha, formando un velo impenetrable a cuya sombra parece entregarse la naturaleza a las misteriosas y secretas ansias de la fecundación”.

Y últimamente, “allá a lo lejos, al pie de la montaña, el valle entero de Tucumán, surcado por mil ríos que dibujan sobre el verde elegantísimos filamentos de plata”. Tales eran, enumerados en incompleto desorden, “los elementos de ese cuadro que hace inclinar la cabeza, que ensancha el corazón y acelera la sangre dentro de las venas”.

Tres horas había durado el ascenso, “por un angosto sendero practicado en la roca viva”. Llegaron a “La Puerta de San Javier”. Allí variaba el paisaje, con “extensos valles entre dos colinas”, conocidos como “guasanchos”, que eran “admirablemente propios para el pastoreo”.

El regreso
Disfrutaron de un almuerzo opíparo. En su transcurso, “todas las fisonomías revelaban un contento íntimo, expansivo. Se hablaba, se brindaba, y los proteccionistas confundían a los líricos liberales, mostrándoles aquella fecunda naturaleza que brinda al hombre, con su aspecto solo, todas las riquezas que puede imaginar”.

Caía la tarde cuando retomaron los caballos. Descendieron “por el ancho cauce de un río seco”, de esos que se convierten en torrentosos a la primera lluvia. “Cuando llegamos a la Yerba Buena, entraba la noche; toda la comitiva había pasado media hora antes a galope tendido y no se oía más ruido que el rumor del viento entre las hojas y uno que otro murmullo de las aves que moran allí a millares”.

Termina Cané. “Seguimos el camino paso a paso, aspirando voluptuosamente las vivificantes emanaciones de aquella naturaleza excelsa que parecía reposarse en la inviolabilidad del sueño”. Y, “cuando descendí del caballo, estaba rendido; sin embargo, hubiera jurado que aquel día sólo había tenido seis horas”.

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