El transfuguismo al poder
Sabía muy bien Néstor Kirchner que entre las juventudes idealistas había miles de chicos desencantados con la política. Asqueados de la mentira, de la corrupción, y de los delincuentes de traje y corbata que utilizaban la función pública para enriquecerse. Era el sello indeleble que había dejado la década menemista: todos los políticos son ladrones, “que se vayan todos”.

Entendía Kirchner que a esas masas huérfanas y escépticas podía recuperarlas con gestos y acciones arrancados desde las entrañas de las utopías. Conocía muy bien la letra del romántico discurso setentista, del que había sido parte, y como presidente tenía la oportunidad histórica de recuperarlo para crear su propio movimiento. Esa apropiación de la mística es lo que terminó llamándose kirchnerismo. Política de derechos humanos, asignaciones sociales para la mitad de un país que era pobre, matrimonio igualitario, reestatización de empresas privatizadas y renovación de una Corte Suprema desprestigiada, fueron algunas de las principales medidas que llevaron a este movimiento transversal a ese embriagante 54% de 2011.

La bonanza económica, propiciada en gran parte por las exportaciones de granos, disimularon fuertes contradicciones y graves problemas que nunca se resolvieron, e incluso algunos ni siquiera se asumieron. El revisionismo histórico fue interesado y sesgado; las estatizaciones en energía y transporte son deficitarias e ineficientes, y el sistema previsional no cumple con el 82% móvil; los planes sociales no terminaron de sustituirse por empleo genuino; los ferrocarriles se inauguraron por todo el país pero nunca arrancaron (salvo dos líneas del conurbano bonaerense, luego de 11 años), mientras no pararon de crecer la inseguridad -cada vez más violenta-, la inflación, la corrupción y el narcotráfico. Y, la más importante, que fue la llave con la que Kirchner ilusionó a millones de personas, que era que se iba a cambiar la forma de hacer política en este país, nunca llegó. Por el contrario, se profundizó el clientelismo, el tráfico de influencias, la supremacía de los aparatos rentados por sobre la militancia auténtica y el transfuguismo político llegó a niveles tan escandalosos que amenaza la existencia misma de los partidos, que son la base de la democracia.

En 2015 no ganará ningún partido político. Todos son frentes y alianzas volátiles e inestables, conformadas cada una por la totalidad del arco ideológico. Lo que prevalecerá será el nombre (la imagen) del candidato, los aparatos y los acuerdos circunstanciales con vistas a las elecciones. Pasados los comicios, los partidos seguirán su derrotero irrefrenable hacia su extinción, iniciada en la década del 90.

En Tucumán competirá una lista del alperovichismo, en cuyo reinado hay radicales, bussistas, peronistas de Perón, kirchneristas, comunistas, sciolistas, pejotistas, liberales, socialistas y rentados todo terreno, entre otros. No importa de dónde venga y con qué bandera, al candidato del alperovichismo lo decidirán las encuestas. Después de todo es un negocio y el marketing es importante.

El único con posibilidades de darle pelea al aperovichismo es el diputado José Cano, hoy en el Frente Amplio UNEN (cada vez más cerca de ser desunen), donde convergen el radicalismo, la Coalición Cívica ARI, Proyecto Sur, Libres del Sur, el Partido Socialista, el Partido Socialista Auténtico y el partido GEN. Un lindo lío. Cano no tiene chances de ganar la gobernación sin alianzas. Por eso y por si el lío fuera poco no descarta al macrismo, a la vez que mantiene avanzadas conversaciones con el Frente Renovador, que encabeza Sergio Massa. Cano seguirá dentro de UNEN -si aún existe en 2015- pero podría ir con Massa en una eventual segunda vuelta contra Daniel Scioli (según las encuestas de hoy). En este acuerdo se negocian la vicegobernación y la intendencia de la capital. Tampoco descartan al kirchnerista ex alperovichista Domingo Amaya, que hace días se abrazó con Scioli. ¿Se entiende? ¿No? Entonces ha triunfado la gran reforma política que prometió el kirchnerismo.

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