Juramento ateniense
“Aunque no todas las pesquisas culminan en buenos hallazgos -dijo una vez Mario Benedetti-, a veces resulta útil seguir las pistas que brinda la etimología”. Por ejemplo, tanto la raíz latina de la palabra moral como el origen griego de la palabra ética tienen un solo denominador común: la costumbre. A tal punto que la ética es, a menudo, definida como un conjunto de costumbres y normas que dirigen el comportamiento humano. Ahora bien: si auscultamos a nuestra golpeada Argentina, ¿qué ética encontraremos en cada esquina, detrás de cada monumento, en cada palacio de gobierno? Las respuestas seguramente serían múltiples. Sin embargo, lo que nadie puede ignorar es que la ética que guió a los padres de nuestra patria no es la misma que existe hoy. De hecho, el soborno está hoy a la orden del día. Se soborna con convenios de poca monta (los planes sociales) o de montos siderales (como las obras públicas). Se soborna con elogios inmerecidos y con mentiras apropiadas, con privatizaciones maltrechas y con estatizaciones desordenadas, con homenajes insustanciales y corsos inapropiados. Se soborna con poco pan y con mucho circo. Con fútbol para todos y educación para nadie. Con proyectos babilónicos que nunca se terminan y obritas que se hacen casi a la que te criaste. Con impuestos perturbadores y contratos desorbitantes. Con créditos poco atractivos y estadísticas poco creíbles. Se soborna todo el tiempo y sin discriminar a nadie. Y por eso nuestra ética está enferma.

Claro que la culpa es colectiva. José Ingenieros decía: “Cuando las miserias morales asuelan a un país, la culpa es de todos los que por falta de cultura y de ideal no han sabido amarlo como patria: de todos los que vivieron de ella sin trabajar para ella”. Y tenía razón. En este país supuestamente inclusivo, la corrupción prosperó amparada por la falta de ética de todos y no sólo de una parte de nuestra sociedad.

En la antigua Grecia los atenienses tenían una singular manera de ejercer su ciudadanía. A los 17 años, cuando se convertían efectivamente en ciudadanos, los jóvenes proclamaban en una plaza pública y ante todo el pueblo, el siguiente juramento: “nunca traeremos vergüenza sobre nuestra ciudad mediante actos de deshonestidad o cobardía. Lucharemos por los ideales y las cosas sagradas de la ciudad, tanto individualmente como en grupo. Reverenciaremos y obedeceremos las leyes de la ciudad. De esta manera legaremos una ciudad aun más grande y esplendorosa que la que hemos recibido”. Contundente ¿no?

Que bueno sería que, en nuestra sociedad, donde un vicepresidente procesado por la justicia sigue encabezando actos oficiales y hasta se muestra desaforadamente en recitales de rock; donde prevalece la cultura del tener sobre la del ser, el desorden sobre la organización, el descuido sobre la vigilancia, el ruido sobre la moderación, la basura sobre la limpieza; en donde se tiende a aplaudir lo inmoral despreciando lo virtuoso y en donde es común pretender hacer el mal para conseguir el bien... se implemente este juramento ateniense. Pedirle que lo hagan los legisladores al momento de asumir sus bancas es utópico, pero tal vez podría implementarse en las escuelas y colegios de nuestro país, en los actos patrios, en los teatros y también en los encuentros deportivos. Podría, por ejemplo, incorporarse como materia de formación moral y cívica -como existía hace 20 años- en todas las escuelas del país, para que las nuevas generaciones crezcan con la idea de que las cosas se pueden hacer de otra manera. Y también para que se asuma de una vez por todas que el trabajo dignifica y la dádiva humilla; que la honestidad es hermana de la justicia; y la decencia, hija de la virtud. Porque aquello que las leyes no prohiben, puede ser prohibido por la honestidad.

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