Pesadilla en la guerra civil

Pesadilla en la guerra civil

El drama tremendo de Dolores Silva, esposa del degollado Marco Avellaneda, rumbo al exilio con cuatro niños y una beba que murió en el viaje

CALLE DEL VIEJO JUJUY. En esa ciudad aguardaba Dolores Silva de Avellaneda la llegada de su esposo, después de la batalla de Famaillá, en 1841. CALLE DEL VIEJO JUJUY. En esa ciudad aguardaba Dolores Silva de Avellaneda la llegada de su esposo, después de la batalla de Famaillá, en 1841.
Nunca hubiera sospechado Dolores Silva, durante su adolescencia de niña bella y mimada, los dramas terribles que le tenían preparados los años por venir. Era la quinta de los diez hijos –nueve mujeres y un varón- que componían la familia del gobernador José Manuel Silva y su esposa Tomasa Zavaleta.

Todas las niñas Silva se casaron con hombres importantes, que las convertirían en antepasadas de la mayoría de las familias tradicionales de Tucumán. La mayor, Mercedes, se casó con su tío, Lucas Manuel Zavaleta; Manuela, con Eugenio Chenaut; Hipólita, con el después gobernador Juan Manuel Terán; Felisa, con el porteño Bernabé Ocampo; Tomasa, con el doctor Agustín Justo de la Vega, luego gobernador y ministro de la Confederación; Restituta, con Sisto Terán; Lucinda, con el industrial azucarero Manuel Posse, y Clementina con otro industrial, Justiniano Frías.

Beldad de su tiempo
El joven doctor Marco Manuel de Avellaneda era íntimo amigo de Brígido Silva, abogado como él y único varón de la casa. A nadie le extrañó que Marco pusiera los ojos en Dolores, en el curso de sus asiduas visitas a esa residencia de Silva que, con su superpoblación femenina, era comprensivamente “la alegría del barrio”, como comenta Paul Groussac.

Luego de un rápido noviazgo, se casaron el 3 de enero de 1836. Él tenía 22 años y ella 18. A la boda la bendijo el cura y vicario de La Matriz, José Eusebio Colombres, fundador de la industria azucarera y antiguo congresal de la Independencia.

La jovencita Silva era una beldad de su tiempo. Esteban Echeverría, en su poema “Avellaneda”, la describe con entusiasmo: “En su rostro de tipo tucumano/ viva resalta la pupila negra/ sobre el óvalo nácar; renegrido/ sobre su tez de leche se dibuja/ el arco de su ceja y el sedoso/ perfil de su pestaña/ sombreando con finura/ de sus rasgados ojos/ la lánguida y tristísima hermosura”, dice una estrofa.

Tiempos azarosos
Empezaron a nacer los chicos. El primero fue Nicolás, en octubre de 1836. Al año siguiente nació Marco. En 1839 llegó Manuel. Pero ya ese año había empezado a alterarse de raíz la vida del doctor Avellaneda. A fines de 1838 cayó asesinado el gobernador federal Alejandro Heredia, y el jefe de la Confederación, Juan Manuel de Rosas, tenía a Tucumán entre ojos por esa causa.

Envió a Gregorio Aráoz de La Madrid con instrucciones secretas de someter la provincia y quitarle su armamento. Claro que las cosas salieron al revés para el dictador porteño. Tucumán se pronunció contra Rosas y La Madrid cambió de bando, declarando que apoyaba a los alzados. Además, el pronunciamiento se hizo regional.

En 1840, quedaba constituida la Liga del Norte contra Rosas, por un pacto que firmaron, además de Tucumán, representantes de Salta, Jujuy, Catamarca y La Rioja.

Colapso de la Liga
Marco Avellaneda era el líder de la coalición. Se multiplicaba como ministro y gobernador delegado, con un entusiasmo que insuflaba fervor al movimiento. Sostenían la Liga dos ejércitos, uno al mando de La Madrid y el otro, que llegaba de Buenos Aires, bajo la jefatura de Juan Lavalle. Mientras, seguían los partos de Dolores Silva de Avellaneda. En 1840 nació otro hijo, Eudoro, y en 1841 una mujer, Isabel.

Pero la Liga del Norte tambaleaba en medio de la ruina económica y los contrastes militares que se había iniciado en Quebracho Herrado y que culminaron en Famaillá. En esa batalla, el ejército federal de Manuel Oribe destrozó las fuerzas coaligadas, el 19 de septiembre de 1841.

En Jujuy, con niños
Meses antes, para protegerla, Avellaneda había despachado su familia a Salta. Acompañaban a Dolores y a sus cinco hijos, el suegro, Nicolás de Avellaneda y Tula; la suegra, Salomé González de Avellaneda, y dos criadas. Ni bien el grupo llegó a Salta, una carta de Marco le recomendó que se alejaran más al norte, hasta Jujuy. Debían esperarlo allí para una eventual huída a Bolivia, en caso de que la Liga fuera batida en Tucumán. Llegados a Jujuy, lo primero que hace Dolores es bautizar a su beba.

A todo esto, en Tucumán, después del desastre de Famaillá, el doctor Avellaneda galopa rumbo al norte, para unirse a la familia y cruzar la frontera. Será traicionado y llevado ante Oribe. Este lo manda degollar en Metán sin juicio alguno y dispone que su cabeza se exponga en la plaza de Tucumán.

Dolores seguía en Jujuy, ignorante de todo lo que pasaba, esperando ansiosamente a Marco. Muchos años después, narraría a uno de sus hijos lo que siguió. Al apunte en que este recogió el relato de su madre, lo publicaría en “Rosas y Lavalle” el doctor Julio Costa.

¿Y Marco?
“Entró a casa la sirvienta Carlota muy agitada; venía de la calle, en donde había oído que los federales habían triunfado en Tucumán y que estaban entrando al pueblo los unitarios derrotados”, cuenta Dolores. “Un momento después vimos llegar a los dispersos, entre los cuales muchos eran conocidos nuestros y algunos personas de nuestra amistad. Por la dirección que llevaban pensábamos que todos debían pasar por delante de nosotros; desde lejos les gritábamos: ¿y Marco, dónde está Marco?”.

Pero, “ninguno nos contestaba y con gran sorpresa los veíamos doblar por la esquina de la calle inmediata apurando el paso de sus caballos. Nos habíamos quedado roncos y finalmente sin voz a fuerza de gritar: ¿y Marco, y Marco?

Desesperados con su silencio y con su actitud, porque parecía que no nos veían, les hacíamos señas con los brazos y con los pañuelos: ¡no podíamos ya hablar!”

“Nadie me lo refirió”
Entonces, “vimos venir a Javier Colombres, pariente inmediato de mi esposo y compañero inseparable suyo durante la guerra, que procedió como los demás, dando vuelta la esquina al galope. Mi suegro, loco de ansiedad, corrió tras de él; yo iba a hacer lo mismo, pero me detuve… Me fui a mi dormitorio y no sé cuánto tiempo pasé llorando hasta que salí…”.

Concluye el tremendo relato. “Había dado unos pocos pasos en dirección a la puerta de la calle, cuando vi entrar a mi suegro Avellaneda, pálido como un cadáver, con la fisonomía descompuesta, caminando penosamente y apoyándose en la pared; no necesitaba otro aviso; me precipité al cuarto de mi suegra que estaba enferma en cama, a donde entró un momento después mi suegro, que abrazándonos juntas a las dos, lloraba con nosotras. Ninguno de los tres se atrevía a hablar una sola palabra; y después, ni ellos ni ninguna persona me refirió cómo había muerto Marco”.

La penosa marcha
Claro que no hay mucho tiempo para lágrimas. Urge montar a caballo y ponerse a salvo en Bolivia. Entonces inicia Dolores el penoso viaje. Deben detenerse en Cochinoca y allí los alcanza una partida enviada por José María Iturbe, el gobernador de Jujuy. Dolores pide permiso para cruzar la frontera. Iturbe traslada el pedido a Oribe. Se escribe con el gobernador santiagueño Juan Felipe Ibarra, quien se pregunta si las mujeres deben ser incluidas en las penas que merecen sus maridos.

No se requiere literatura para imaginar el cuadro de la madre exhausta, con niños en los brazos, aterrada mirando las caras de los federales de la frontera, que deben decidir sobre sus vidas. Al fin, Oribe otorga el permiso, para fastidio de Ibarra, y pueden continuar la marcha.

Según la tradición, la debilidad hizo que Dolores no notase que se caían los zapatos de sus pies. Como si algo faltara, hubo otra tragedia: la bebita Isabel murió durante el viaje.

Nuevo matrimonio
Les parece una bendición avistar el caserío boliviano de Tupiza, que han elegido como destino. Allí permanecería la familia hasta 1844, año en que el bonachón gobernador de Tucumán, Celedonio Gutiérrez, les permite regresar. Dolores se instala de nuevo en la ciudad y van creciendo los chicos. Ocho años más tarde, decide rehacer su vida: después de todo, apenas tiene 34 años.

El 28 de junio de 1852, en la Matriz de Tucumán, se casa de nuevo con el cordobés Fernando Guiñazú Altamira. Según un descendiente, Guiñazú “usaba barba cerrada, era de cutis terso y muy blanco, la cabeza casi calva, bien repartido y de agradable aspecto”. Para su amigo Carlos Tejedor, se trataba de “uno de los más hermosos hombres de su época”.

El matrimonio apenas duró seis años, ya que don Fernando murió en 1858. Tuvieron dos hijos, Dolores y Fernando, ambos nacidos en Tucumán.

Los años finales
En cuanto a sus hijos Avellaneda, dieron satisfacciones a Dolores, y pudo vivir para verlos establecidos y hasta triunfantes. Nicolás sería presidente de la República, y Marco diputado y senador al Congreso, así como dos veces ministro de la Nación. Los otros dos se quedaron en Tucumán. Manuel se instaló en el valle de Tafí, para explotar la estancia de Las Carreras. Y el menor, Eudoro, se desempeñó como ministro y legislador, además de fundar, con su primo Brígido Terán, el ingenio Los Ralos.

Volvió a partirle el corazón otra muerte: la de su hijo Nicolás, en 1885. Nunca había dejado los vestidos de luto, y tal vez eso le impidió sepultar en el olvido las pesadillas de 1841. Pero la belleza la acompañó hasta la madurez. Se decía que la elogió públicamente Bartolomé Mitre, en un baile del Club del Progreso, en 1862. En fin, Dolores Silva falleció en Buenos Aires, el 18 de octubre de 1890.

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