Sodoma y Gomorra
Hay preguntas que laceran el alma. Sobre todo las que involucran a nuestros hijos. Por ejemplo: ¿será cierto que a los adolescentes sólo los estimulan ciertos personajes sin escrúpulos capaces de cualquier cosa por un poco de fama y poder? ¿Será verdad aquella broma amarga atribuida a la gran Silvina Ocampo, que aseguraba que el sueño de los argentinos es poder tener un corrupto poderoso en la familia? Y si la corrupción es hoy como una lepra que corroe nuestras instituciones… ¿en quiénes confiarán nuestros hijos? ¿A quién podrán mirar a los ojos sin avergonzarse?

Ana María Moreno, tal vez, haya tenido una respuesta austera y válida. Su historia es tan poderosa como desconocida. Maestra de alma, vivió toda su vida en un pobre paraje cercano a Tafí Viejo. Era una de las pocas personas del pueblo que “sabía leer un papel” como decían los lugareños. Y también la única capaz de redactar un oficio. Aquellos buenos trabajadores rurales, cuando se veían en un apuro, golpeaban a la puerta de su modesta casa y, quitándose la gorra con respeto, le pedían: “Por favor doña Ana, vea usted lo que dice esta carta que me llegó por correo”. Y estiraban las manos temblorosas para entregarle con temor el papel en cuestión. Para ellos, lo que estaba escrito tenía poder. Por eso el miedo los dominaba cada vez que recibían una carta. Ana no sólo les leía el papel, sino que también los ayudaba a responder y a resolver el asunto, casi siempre vinculado a los inhumanos vericuetos del Estado.

Como sucede en otras partes del mundo, la gente sencilla suele ser agradecida. Y aquellos campesinos lo eran con Ana que había quedado viuda muy joven. Ellos no tenían dinero, pero de lo que tenían colocaban algo en una cesta de mimbre y se lo llevaban en gratitud: un lechoncito, una docena de huevos, o algunas verduras. Pero ella siempre los rechazaba y no precisamente porque no los necesitara. Su magro sueldo docente no le alcanzaba para mantener a sus cinco hijos, a su madre enferma. Sin embargo, cuando alguno de los pequeños le preguntaba por qué no aceptaba los regalos, Ana le contestaba: “Ellos tienen solo esos frutos de su trabajo, pero nosotros tenemos la cultura. Sabemos leer. Somos más ricos que ellos”. Años después, en el lecho de muerte de Ana, aquellos hijos recordaron esas palabras. Y las atesoraron.

¿Habrá pasado de moda esa ética que pregonaba Ana? ¿Nos atrevemos aún a hablarles a nuestros hijos de honradez? ¿Nos animamos a predicar con el ejemplo? Porque la corrupción ya no es sólo un pecado individual; es una multinacional globalizada. En la Argentina tenemos un vicepresidente que está siendo investigado, pero en España la corrupción también mancha a la Casa Real y en Roma prelados ilustres del Vaticano acaban en la cárcel o los tiene que expulsar el papa Francisco. Tal vez por eso existe la sensación de que nos encontramos viviendo en una especie de Sodoma y Gomorra de la corrupción.

En la Biblia, Dios le anuncia a Abraham que esas dos ciudades pecadoras serían destruidas sin contemplación. Pero el patriarca le pide que use su misericordia y las perdone. Dios acepta, pero le impone una condición: tendría que encontrar en ambas ciudades diez hombres justos. No los halló y la ira de Dios cayó sobre las ciudades como un rayo letal. ¿Es posible encontrar hoy un puñado de hombres públicos justos y éticos, para quienes la honradez aparezca aún como un valor digno de ser ejercido? ¿Habrá aún “diez justos”, “diez no corruptos” que se animen a dar el ejemplo en la política, en la justicia y hasta en el deporte?. Es muy probable que sí. Solo es cuestión de que se hagan visibles.

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