Torpes por naturaleza
Quienes nos conocen toman sus recaudos. En mi caso, por ejemplo, evitan darme los vasos y las copas más caras, ante los antecedentes de vidrios desparramados en el suelo. Somos de una especie no tan rara: los torpes por naturaleza.

Los objetos que caen en nuestras manos suelen resbalar fácilmente. Por semana, nuestros teléfonos celulares rebotan en el piso al menos unas cinco veces. Tropezar en las veredas ya forma parte de la rutina, y abrir alguna ventana sin golpearnos la cabeza es casi imposible. En los bares, mejor sentarse lejos de nosotros para evitar que la botella de gaseosa derrame su contenido en las ropas.

Tres veces he terminado en sanatorios: de niño, una semilla de mandarinas decidió quedarse en mi oreja. Mis padres recorrieron cinco guardias hasta encontrar una en la que lograron sacármela. Ya me imaginaba creciendo con una planta de mandarina en mi oreja. He pisado un rastrillo en el medio de la oscuridad y el filo del palo de madera me dio en la frente, cerca del ojo. El resultado fueron cinco puntos de sutura. Terminé con el pie enyesado luego de pisar un bache en plena 25 de Mayo, cruzando a un quiosco. Los torpes también tomamos nuestros recaudos. En los restaurantes evito pedir comidas con salsa, porque seguramente tendré una mancha roja en la camisa. Obvio que el azar colabora. De lo contrario no se explicaría que las palomas de tribunales se ensañen con mi traje cuando estoy haciendo una nota en el Palacio de Justicia.

Acostumbrados, no nos queda otra que tomarlo con humor. Y cada tanto, descubrimos que hay otro igual que nosotros. Porque aunque algunos se asombren, en este mundo también hay lugar para los torpes.

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