Bienvenidos a Tucumán
Imaginate lo siguiente. Ahorraste un par de meses y por fin llegó el día: no te alcanzan las manos ni los pies para apagar la computadora de la oficina y correr hasta el auto. Te espera la ruta y algunos días libres.

Elegiste viajar a un lugar que no conocías o al que habías ido cuando eras muy chico y del que casi ni te acordás. Acelerás como para sacudirte los últimos recuerdos del trabajo y te entregás a la ilusión del camino. Pero las expectativas salen volando por el parabrisas cuando clavás los frenos para no estrellarte con un carro tirado por un caballo que atraviesa la ruta.

Mirás a tu alrededor y te envuelve la tristeza: bien cerquita del camino, la miseria se extiende en forma de asentamientos, calles de barro y chicos descalzos a pesar del frío. Donde no hay pastizales que resisten al otoño y que dificultan la visión de los conductores, alfombras de basura cubren las banquinas. Y las humaredas se levantan por acá y por allá.

A pesar de que la ruta es un infierno de camiones, autos y motos, mujeres con chicos en brazos, perros y hasta gallinas la atraviesan con indiferencia. Como si esto fuera poco, una pedrada anónima te deja una marca en la puerta del acompañante.

¿Visitarías una ciudad que te recibe de esta manera? Muy probablemente no. Lástima. Porque te quedarías sin conocer Tucumán.

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