La anarquía de la selva
En el Libro de la Selva de Rudyard Kipling, el pequeño Mowgli es aceptado por la manada de lobos previa aceptación de la ley de la selva, a la que debe cumplir y respetar. Pero en una de sus aventuras, debe enfrentarse al pueblo de los monos, que es anárquico, que no sabe qué hacer:“Siempre estaban a punto de tener un jefe, de poseer leyes y usos propios pero nunca lo lograban, porque de un día a otro se les borraba todo de la memoria”.

El perfil del asaltante que recibió una paliza en el barrio Alperovich encaja perfectamente en lo más llamativo de la inseguridad del país: el delito callejero. Joven (18 años), aparentemente de un barrio marginal, eligió una víctima débil (una mujer) en una zona urbana lejana al centro, pero de intensa circulación (Mate de Luna y Godoy Cruz) y huyó con la cartera. Fue perseguido por un motociclista y capturado por vecinos en San Juan al 3.900, los cuales, por efecto contagio de otros casos del país, le dieron una paliza.

Es el esquema más llamativo de la inseguridad porque encaja como el principal temor de la gente. Según el relevamiento 2013 del Banco Mundial en América latina, “el delito callejero es justamente la amenaza que más afecta, de forma insistente y cotidiana, al ciudadano promedio” (Ver: http://www.latinamerica.undp.org/content/dam/rblac/img/IDH/IDH-AL%20Informe%20completo.pdf, pag. 75). Y en nuestro país el delito callejero, y la violencia asociada con él, se han vuelto inmanejables, dice el informe.

La reacción social ante esto siempre ha sido emocional. Cuando el “Malevo” Ferreyra ejecutó a tres delincuentes en Laguna de Robles en 1991 una alta proporción de personas en la calle lo justificaron. Cuando el ingeniero Horacio Santos mató a dos ladrones de pasacintas en Buenos Aires (1990) también la gente se puso de su lado como un justiciero.

Los sociólogos dirán si hay momentos de crispación social en que estas reacciones se exacerban. El hecho de que hayan cundido los sistemas de alarma comunitaria y los negocios de venta de protección es un síntoma. Defensores del sistema legal advierten que estamos en un proceso de descomposición peligroso porque aplicar la mal llamada justicia por mano propia implica llegar a un punto de salvajismo en el que el razonamiento es imposible. No se puede justificar un asesinato por el robo de un celular. Pero se lo hace.

Asusta pensar que no mejoraron las cosas, en términos de respeto a la ley y a la convivencia, desde tiempos del “Malevo” o de Santos. Al contrario, se dice que hay más violencia y más delitos, pero eso no puede saberse porque excepto esporádicas y sectoriales encuestas, no hay datos constantes y precisos. La preocupación se centra en la conducta criminal y en tratar de adoptar medidas de disuasión. Pero no hay inquietud por un debate amplio sobre lo que falta hacer, ni se trabaja con modelos de prevención, con toda la estrategia que implican: mapas del delito, integración de la policía con los vecinos y paralelamente un fuerte trabajo de desarrollo social en áreas marginales.

La Policía se ha duplicado y tiene más equipos, pero actúa de la misma manera desde hace 30 años. Los funcionarios no se preocuparon: Eduardo di Lella, ex secretario de Seguridad Ciudadana, confesó el año pasado que, después de estar siete años en el cargo, no era un experto en seguridad. La sociedad tampoco reacciona: tras las quejas por el salvaje reclamo policial y los saqueos en diciembre, no se advierte que no hay modelo, que la ley de Contravenciones es inconstitucional, que no se sabe qué pasa en las comisarías, ni hay estudios ni controles sobre la efectividad de las cámaras de vigilancia ni de los patrulleros en la mejora de la convivencia. Como dijo el jefe de comisaría de Yerba Buena, Alejandro Fernández, los mecanismos provocan un efecto disuasorio ante la intención de cometer un delito, mas esto no nos dice mucho. “Afuera -razonó el comisario- la situación sigue siendo la misma”.

Si actuamos anárquicamente como los monos, si nos olvidamos de las leyes, como decía Kipling, esta es la ley de la selva.

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